Aprender a descubrir el secreto de la vida tiene mucho interés. Pablo A. González Herrera - El Sol Digital
Aprender a descubrir el secreto de la vida tiene mucho interés. Pablo A. González Herrera

Aprender a descubrir el secreto de la vida tiene mucho interés. Pablo A. González Herrera

“Dónde está la vida que hemos perdido viviendo

Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento

Dónde el conocimiento que hemos perdido en información”

(T. S. Eliot, Primer Coro de La Roca)

 

Pretender que la fabricación de vida sintética en el laboratorio de una prestigiosa universidad invita   a prescindir lindamente  de la existencia de un Dios Creador  presupone un audaz acto de fe que otros  prestigiosos científicos no se atreven a hacer. Así,  cuando preguntan a Nick Lane,  bioquímico y profesor honorario del University College London, autor de varios libros galardonados con diversos premios y distinciones  “¿ cómo se pasó de la simplicidad de las bacterias a la complejidad de plantas y animales?, Lane no duda en responder: “Nunca lo sabremos. Y no por falta de ideas creíbles, sino de pruebas”.

Esta respuesta de Lane me ha traído a la memoria lo que François Mauriac, premio Nobel de Literatura, comentó respecto a la pretensión de Jacques Monod, premio Nobel de Medicina, de considerar todo lo existente como un juego de azar y necesidad: “Lo que este profesor dice es mucho más increíble que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos”.

Surgidos para reemplazar la imagen religiosa del mundo, el marxismo, el psicoanálisis, el positivismo, y el evolucionismo han sido religiones de sustitución, que piden fe y argumentan con causas y hechos indemostrables.

Veamos: el inventario de los fósiles confirma la clasificación de los vivientes en cinco reinos: bacterias, células eucariotas, hongos, animales y plantas. A partir de ahí, el evolucionismo lucha por descubrir la cadena filogenética que supuestamente une a todas las especies- de la bacteria al ser humano- , pero no encuentra explicación ni demostración para el origen de los cinco reinos señalados.

Item más: actualmente podemos identificar 3 millones de especies vivas (y suponemos que 7 millones escapan a nuestro conocimiento). Lo más grave del caso es que entre los 3 millones de especies vivas conocidas no poseemos ninguna demostración real de la transformación de una especie en otras. Darwin estaba convencido de que “el número de eslabones intermedios entre las especies actuales y las extinguidas tuvo que haber sido inconcebiblemente grande”. En buena lógica, si así fuera, se estarían descubriendo constantemente fósiles de formas de transición. Pero, oh sorpresa, sucede exactamente lo contrario: todo lo que descubrimos son especies bien definidas, que han aparecido y desaparecido súbitamente.

Hoy el registro fósil, es decir, la evidencia empírica paleontológica, sigue presentando dos características contrarias al darwinismo: el inmovilismo morfológico de las especies y su súbita aparición y desaparición. Hagamos un viaje a la cuenca Bighorn, en Wyoming, EEUU, que contiene una secuencia fósil ininterrumpida a lo largo de 5 millones de años. Los paleontólogos darwinistas, al ser descubierta, se frotaron las manos, al suponer que sería fácil concatenar varias especies. Sin embargo, no encontraron ni un solo caso de transición. Por el contrario, las especies permanecían invariables durante un período medio de 1 millón de años, antes de desaparecer bruscamente. Por eso, si evolución significa cambio gradual de una especie a otra, la característica más notable del registro fósil es la ausencia de evolución.

Para salvar la situación, el neodarwinismo propuso una síntesis ente Darwin y Mendel. La teoría sintética hace operar a la selección natural sobre las mutaciones genéticas que se producen al azar. Hoy después de casi un siglo de teoría sintética, parece que la última palabra la tiene la Biología Molecular, que ve en las mutaciones del ADN más determinación que puro azar, abriéndose paso, cada vez más, al concepto de programa evolutivo.

Respecto a ese “programa” o “plan evolutivo”, el evolucionista Gordon Taylor, director de los programas científicos televisivos de la BBC, solía contar el caso de los trilobites, pequeños animales que poblaron los mares primitivos y que se extinguieron dejando millones de fósiles. En 1973, al analizar sus ojos, se descubrió que habían resuelto, por su cuenta, problemas de óptica sumamente complejos: las lentes estaban formadas por el único material apropiado, cristales de calcita; tenían la curvatura exacta; estaban protegidas por una córnea y habían sido alineadas con precisión, de forma que no era necesario enfocar. Además, consiguieron desarrollar una lente para corregir la aberración óptica, idéntica a la que proponían Descartes y Huyghens, y lo resolvieron 500 millones de años antes. ¿Cómo recogieron la complicada información genética necesaria para construir esa estructura casi milagrosa? Según Taylor, todo esto parece obedecer a un plan minucioso, y no al resultado de accidentes felices.

Este plan al que alude Taylor no es otra cosa que la noción de finalidad, bien conocida desde Sócrates, pues el estudio de la realidad física descubre la existencia de planes y pautas de actividad. No es, desde luego, una noción científica – como tampoco lo son la justicia y el amor- pero su evidencia es apabullante y pone de manifiesto que el conocimiento científico no abarca toda la realidad.

Dado que la finalidad no es un hecho empírico, con frecuencia se invoca al azar a la hora explicar la organización de la vida. Sin apreciar que el azar tampoco es, en absoluto, una realidad empírica. Precisamente por eso, el azar es otro punto débil del evolucionismo. Al ser indemostrable, no puede ser objeto de ciencia. Además, va contra la evidencia del orden y regularidad que se observan en la naturaleza.

“Hay en los cielos y en la tierra, Horacio, más que lo que sueña tu filosofía” (Hamlet, acto I, escena V)

La noción de creación aparece en la Biblia por primera vez, pero es también de índole filosófica. La noción filosófica de la creación afirma que la realidad ha sido producida ex nihilo, de la nada, sin partir de ninguna materia previa. La evolución, en cambio, es una hipótesis científica que intenta explicar los mecanismos de cambio de los organismos biológicos. Por tanto, se ocupa del cambio de ciertos seres, no de la causa del ser de esos seres. De esa forma, se ve claro que la creación y la evolución no pueden entrar en conflicto, porque se mueven en dos planos diferentes.

Sin embargo, hay conflicto. Por parte del creacionismo, cuando afirma que todo cambio equivale a una nueva acción creadora de la Causa Primera, sin apreciar que la materia cambia y muta. Por parte del evolucionismo, cuando se degrada en ideología, al traspasar los límites de la ciencia y afirmar que sólo la materia pueda dar cuenta de sí y de sus propias transformaciones, sin reparar que así no se explica el porqué de su realidad misma, la causa última que da cuenta de su ser. Tratando de conciliar ambas concepciones, el escritor Ernst Jünger hace una certera comparación:

“La teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su presupuesto. Por tanto, si se crea un mundo, con él se proporciona también la evolución: se extiende la alfombra y ésta echa a rodar con sus dibujos”.

Desgraciadamente, la ciencia evolucionista tiene su propia mitología y sus propios fundamentalistas. Así, uno de los directores de Atapuerca afirma que “el descubrimiento más asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esta evolución no se puede entender nada del ser humano”. Por tanto, ni Homero, ni Sócrates, ni Platón, ni Aristóteles, ni Marco Aurelio, ni Leonardo, ni Montaigne, ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Pascal, ni un larguísimo etcétera, llegaron a entender nada del ser humano.

Entre lo arrogante y lo grotesco, hay evolucionistas que no reparan en que la creación parece necesaria para dar cuenta del ser mismo de los vivientes y de la existencia de sus leyes. Ni tampoco reparan en dimensiones del ser humano que escapan por completo del intento de encapsular su existencia en las determinaciones más o menos ciegas de las leyes de la naturaleza. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia racional que nos permite ver  detrás del edificio al constructor, detrás de una novela al escritor, detrás del cuadro al pintor. Nos preguntamos sobre Dios porque el secreto de la vida nos susurra que  estamos hechos para la belleza, para la justicia, para el  bien (como atestigua nuestra conciencia).  Debiera ser materia de reflexión que alguien tan poco sospechoso como Max Horkheimer, miembro de la Escuela de Francfort, no tuviera  dudas al respecto: “ Sin una base teológica, la afirmación de que el amor es mejor que el odio resulta absolutamente inmotivada y carente de todo sentido”.  Aprender a descubrir el secreto de la vida es aprender también que estamos embarcados en una existencia abocada a la muerte y que Cristo es el único hombre que atravesó el túnel de la muerte y regresó para declarar sobre el más allá.  Y es Pascal, otro hombre que ocupa un puesto de honor en la historia de la filosofía y de la ciencia, quien asegura que una razón que no reconoce la existencia de infinidad de cuestiones que la sobrepasan, es una razón débil.  Y también:

“ Hay que saber dudar cuando sea necesario, tener certeza cuando sea necesario, someterse cuando sea necesario. Quien no hace esto no entiende la fuerza de la razón”.

Aprender el secreto de la vida tiene mucho interés.

 

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