La actividad de contrabando en América se desarrolla a partir del siglo XVII como respuesta al llamado monopolio comercial español. El contrabando por esa época consistía en el comercio y tráfico ilegal, sin que el tráfico fuera reportado o autorizado por las autoridades coloniales.
Las fronteras del Imperio colonial español eran muy permeables, y las ciudades establecidas en suelo americano se convirtieron en clientes ávidos de los productos que desembarcaban desde barcos operados por europeos no españoles.
A comienzos del siglo XVII son los extranjeros los principales beneficiarios del comercio de Indias en Sevilla; a través de testaferros españoles, más del 90 por ciento del capital y utilidades del tráfico entre América y el puerto andaluz pertenecen en realidad a franceses, genoveses, holandeses, ingleses y alemanes.
En 1686, las flotas españolas surtían sólo en una tercera parte a los mercados indianos, que eran abastecidos en los restantes dos tercios por el contrabando.
Al transcurrir los siglos el comercio mediante contrabando llegó a abarcar casi todas las colonias españolas en América, siendo su apogeo en el siglo XVIII.
El talón de Aquiles de la estrategia española radicaba en que no poseía un desarrollo industrial ni de manufacturas que le permitiera abastecer los mercados americanos, por ello España debía comprar productos en terceros países para luego transportarlos a América, con importantes sobreprecios e impuestos.
Este comportamiento por una parte desarrolló en los habitantes de América una apreciación por las mercancías extranjeras sobre las españolas, a la vez que dejaba abierta la oportunidad para competidores que pudieran ofrecer menores precios.
Un factor importante en el desarrollo del contrabando es el aumento de la producción en Inglaterra y Holanda de la mano del establecimiento de fábricas. Entre 1623 y 1655 se establecen y consolidan en las Pequeñas Antillas, colonias inglesas, francesas y holandesas, como trampolines para el contrabando en los puertos indianos del Caribe.
Así las colonias americanas recibían mercaderías de contrabando a precios más convenientes que los que ofrecían los comerciantes que seguían el camino legal. En la cadena de contrabando participaban todos los estratos sociales de la colonia desde los humildes peones hasta oficiales gubernamentales.
Entre las mercancías que las colonias ofrecían a cambio del contrabando las principales eran materias primas tales como: maderas, azúcar, tabaco, algodón, cacao, y esporádicamente metales preciosos. Además, un porcentaje muy elevado del comercio de esclavos negros estuvo en manos de contrabandistas.
Este tipo de actividad demandaba y requería un gran secretismo, y ello dificulta notablemente la labor del investigador.
Una actividad de la que participaban no solo los actores y agentes extranjeros que introducían los diferentes productos, sino también toda una amplia relación de autoridades y particulares que velaban por sus propios intereses, empujados bien por el deseo de satisfacer unas necesidades no resueltas por vía ordinaria, o bien para acrecentar su riqueza.
Si a lo largo de todo el XVII se realizaron 53 grandes juicios por comercio fraudulento, la mayoría con decomiso de naves y carga; en el XVIII ascendieron a 58, con igual resultado para las naves y las mercancías.
Como era de esperarse, la mayoría de las presas efectuadas contra barcos por transportar productos sin registrar, o por ser extranjeros, se situaron en los principales nódulos de Cuba y Puerto Rico. No obstante, también es evidente que el contrabando se realizaba en otros puertos secundarios a fin de evitar la detección de las autoridades hispanas.
Las relaciones de españoles con ingleses y holandeses en el Caribe fueron constantes. La gran red de Juan Pardo Beq y sus socios también se halla vinculada con la plaza de Veracruz.
Tal vez el mejor modelo para percibir claramente la globalidad comercial en la que estaba inmersa la América hispana, aunque solo sea de forma parcial, sería la red de conectividad entre los principales puertos emisores y los puertos receptores.
La estructura de la red de recepción nos permite entender mucho mejor la importancia de la conectividad y su dimensión transoceánica.
Esta fuerte implementación del contrato ilegal debe valorarse, entre otros factores, por la propia ruptura del denominado Pacto colonial, cuando España fue incapaz de satisfacer las demandas y necesidades de la población local en ultramar, pero también como fruto de un incremento de las tasas fiscales y los fletes en el Atlántico.
En el siglo XVIII, aprovechando la coyuntura de la guerra de Sucesión a la Corona española, los franceses se sitúan como los máximos representantes de las entradas ilegales en toda la América hispana.
Los españoles se situaron en segundo lugar en navíos decomisados en el XVIII mientras ingleses, holandeses y finalmente portugueses tuvieron una actividad menor.
La irrupción de otras potencias y sus mercaderes en el Caribe hispano, fue motivada, en mayor medida, por una doble circunstancia.
Por una parte, la participación en el siglo XVII de franceses, holandeses e ingleses en el comercio regional, lo que incrementó el número de transacciones con las Indias hispanas y multiplicó las redes mercantiles mixtas.
Por el fruto de la coerción y del monopolio aplicado en la Carrera de Indias que generó la búsqueda de alternativas al comercio legal, demandando un aumento de beneficios, pero también un incremento en la velocidad del contrato.
La dinámica comercial ilegal, clandestina, en América fue muy alta, las conexiones intercontinentales directas (África, Europa) muy elevadas y las indirectas (Asia) también sumamente patentes y a tener en cuenta para terminar de valorar esa misma globalidad.
En cuanto a la formación de redes, en primer lugar, la articulación de una red en la que, además de las autoridades hispanas, interrelacionan agentes de distintas procedencias (criollos, españoles, holandeses, ingleses, franceses…). En segundo lugar, la de compartir agentes.
En definitiva, las redes funcionan como subsistemas integrados dentro de sistemas mucho más complejos, son dinámicas y presentan las mismas condiciones que cualquier otra red: el desarrollo de varios puntos nucleares posibilita cambios de peso gravitatorio en su dinámica, lo que conlleva inevitablemente la alteración del mercado a favor de una de ellas, y la consecuente rivalidad que aparece de forma inmediata.
Más allá de ser “El Confín del Imperio,” el Reino de Guatemala cumplió un papel clave en las rutas mercantes transoceánicas que conectaron las diversas regiones del mundo durante la época colonial.
En este contexto, las prohibiciones reales a los peruanos fomentaron un incipiente contrabando, encabezado por la plata y la seda.
La participación centroamericana en el proceso que encausó parte de la plata destinada en principio a Sevilla hacia China, donde alcanzó un valor superior al oro, haciendo peligrar la economía atlántica.
Las actividades comerciales de las poblaciones costeras centroamericanas gozaron de una cierta libertad al figurar apenas en las políticas aduaneras del Imperio español enfocadas en controlar los grandes puertos del Pacífico: Callao, Guayaquil, Panamá y Acapulco.
En los puertos centroamericanos como Acajutla y Realejo, sin embargo, el contrabando floreció hasta el punto de convertirse en un elemento clave en el desarrollo económico del Reino de Guatemala.
Muy pronto, se establecieron redes de clientelismo que conectaron las altas montañas de la Cordillera Centroamericana con los puertos de la costa pacífica.
Por estas rutas transitaron trenes de tamemes y mulas con productos de los obrajes del interior, entre ellos mucha plata. Regresaban con telas, carey, especias, buxerías o abacas, procedentes de las embarcaciones que hacían la ruta Lima-Panamá-Manila y viceversa.
Los habitantes de Santiago de Guatemala, desde la segunda mitad del siglo XVI, buscaron la manera de participar en su comercio de forma legal, aprovechando el vacío legal que dejaba a sus puertos pacíficos fuera de las medidas reales.