Los hechos que tuvieron lugar en Washington DC el pasado 6 de enero, día de Reyes, pasarán a la historia porque en los 250 años de vida de los EEUU de Norteamérica jamás se había vivido un intento de subvertir el orden constitucional. Pero las democracias son frágiles, y la norteamericana también, aunque menos que muchas otras y por eso no se ha roto en mil pedazos, como los insurrectos, fueran conscientes o no, se empeñaban en conseguir.
La lectura que publicitan Rusia y China es, precisamente esa, la debilidad de Occidente y de su sistema democrático. Lo cual no deja de encerrar alguna verdad, porque las democracias tienen flancos débiles, pero una dictadura es toda ella pura mantequilla solo mantenida en el frigorífico de la falta de libertades para que no se derrita en el debate público.
Los miles de seguidores de Trump que habían asistido poco antes a un mitin del todavía presidente en el Mall, un céntrico parque de la capital, exaltados por las palabras de su líder se dirigieron hacia donde creían que se estaba perpetrando un crimen político, el Capitolio. Los senadores y representares norteamericanos ratificaban en aquellos momentos a Joe Biden, el presidente electo. Lo que esos airados norteamericanos no entendían es que su país, como todos, tiene unas reglas, y todas las instancias judiciales habían rechazado las demandas de fraude que los abogados de Trump habían presentado. Pero era demasiado para ellos tragarse una derrota, como para tantos en cualquier parte del mundo. De ahí a cruzar la línea roja del Capitolio y provocar que se suspendiera la sesión, media la diferencia de la protesta, a la que todo ciudadano tiene derecho, y el intento de voltear las leyes que los propios norteamericanos se han dado a sí mismos, o dicho de otro modo, la sedición, a la que tan acostumbrados nos tienen los golpistas catalanes y sus cómplices de distintos colores.
¿Qué le habría dicho Abraham Lincoln a Donald Trump si hubieran tenido ocasión de encontrarse el día 6 por la tarde? Posiblemente, habría pasado de largo sabedor de que es imposible que las palabras tuvieran algún efecto en quien ha intentado hasta el último minuto continuar en el poder a costa de lo que fuera, incluso a costa del sistema democrático. Porque Trump se podría haber ido como un presidente inconformista, de gestos groseros, pero con un buen balance de gobierno en lo económico y en política exterior, al menos. Pero ha hecho trizas su figura para los que no son los suyos y, además, se ha comportado como un cobarde abandonando a sus seguidores y condenando sus hechos cuando sus abogados le dijeron que podría ser acusado de delitos gravísimos. El propio vicepresidente, Mike Pence, tan callado y leal durante estos cuatro años, se distanció de su jefe ante estos sucesos.
Pero Trump ha obtenido 74,8 millones de votantes y deja un importante crecimiento electoral del Partido Republicano. Hay que considerar que los republicanos tenían 40 senadores (de 100) y 178 representantes (de 435) cuando se fue Bush, el anterior presidente, y hoy tienen con Trump 49 senadores y 212 representantes. Pero también es cierto que Trump ha contagiado de sus formas antidemocráticas a muchos de los líderes republicanos, no en vano 8 senadores y 147 representantes de este partido no votaron la ratificación de Biden este pasado 6 de enero, y es que las bases republicanas están con el presidente saliente y los electos no las pierden de vista.
Para contextualizar mejor el clima que se vive en los EEUU, más vale conocer que, según la consultora YouGov, el 45 por ciento de los votantes republicanos y el 20 por ciento de todos los de EEUU, apoyan el asalto al Congreso y el 40 por ciento de los estadounidenses cree que Biden es un presidente ilegítimo.
Por todo esto, y mucho más que no cabe en un rápido análisis de la jornada del pasado miércoles, quien crea que Trump está muerto, y con él el trumpismo, se equivoca. Quién sea el sucesor de Trump más adelante es otra historia, pero hoy Trump es un muerto muy vivo. Su mensaje de hace unos días no dejaba lugar a dudas: “Sé que estáis decepcionados, pero quiero que sepáis que nuestro increíble viaje no ha hecho más que empezar”. Lo decía un hombre de 74 años.
Trump perdió las elecciones por 7 millones de votos, pero también tiene 88 millones de seguidores en Twitter, y aquí entramos en la segunda parte de esta historia, la cancelación de la cuenta de esta red social del todavía presidente, y el acto reflejo de las otras grandes plataformas contra él, reacción ésta que no se había producido nunca con reconocidos criminales de toda laya. Maduro sí tiene twitter, y Miguel Díaz-Canel, Raúl Castro, Kim Jong Un, los ayatolás… Y aquí, entre nosotros, para no irnos tan lejos, y salvando las distancias que correspondan, Otegui, Puigdemont y tantos otros que han hecho más méritos que Trump para no solo no contar con sus cuentas -si es que hay que privar a alguien de su libertad de expresión, cosa que no defendemos los liberales- sino para estar entre rejas.
Trump ha llamado terroristas al movimiento Antifa y Black Lives Matter, y Biden llamó terroristas a los asaltantes del Capitolio, pero su tuit no se ha censurado, ¿por qué? Parece como si Twitter, principalmente, pero también los demás gigantes tecnológicos fueran más permisivos con la extrema izquierda que con los conservadores. Este sesgo ya lo están pagando con las migraciones de muchos usuarios a Parler o Gab. El mercado se comporta así. Hablar de fraude electoral en EEUU ha sido censurado por los grandes emporios y eso también significa una mordaza que allí y aquí vamos a denunciar, lo estamos haciendo ya, y veremos en qué termina. Porque una cosa es condenar el asalto al Capitolio y pedir que la ley caiga con toda su fuerza sobre aquellos bárbaros que querían hundir el barco porque uno de ellos no era el capitán y otra es callarse ante la censura que ya lleva tiempo larvándose en EEUU y también aquí en España.