Del macho alfa al machirulo. Gonzalo Guijarro - El Sol Digital
Del macho alfa al machirulo. Gonzalo Guijarro

Del macho alfa al machirulo. Gonzalo Guijarro

Hace entre seis y siete millones de años, nuestros lejanos ancestros se separaron del tronco común simio para empezar a convertirse lentamente en lo que actualmente somos. Desde entonces hasta ahora la organización política de los grupos sociales de nuestro linaje ha pasado por diferentes  estadios en lo que a las relaciones entre los sexos se refiere.

Al principio, en cada grupo mandaba un macho alfa, que se ocupaba de mantener el orden a guantazos. Su principal privilegio era su derecho preferente a copular con cualquier hembra. Por lo demás, había una jerarquía basada en el poderío físico y los machos en general eran dominantes sobre las hembras debido a su superior masa muscular. A lo largo de más de seis millones de años esa organización social se mantuvo sin cambios.

No obstante, durante ese larguísimo tiempo se fueron acumulando pequeñas modificaciones evolutivas en los individuos prehumanos, hasta que de repente la capacidad de comunicarse entre ellos superó un cierto umbral y pudieron empezar a chismorrear con eficacia: ¿Pero tú no te has enterado de lo de la paliza que el Alfa le dio ayer a Kong? Y todo porque se había enrollado con Keta, que lo trae loco. Un abuso. Este Alfa en un cabronazo; deberíamos deponerlo. Y como por entonces nuestros ancestros, además de tener capacidad de chismorreo, ya disponían de lanzas, lo deponían desde lejos y entre varios, sin discusiones ni riesgos innecesarios. El resultado fue la eliminación sistemática de todo varón con demasiadas ínfulas de superioridad y la transición al igualitarismo paleolítico. Pero como por entonces debió de descubrirse también la relación entre sexo y reproducción, el igualitarismo se circunscribió a los machos, que tomaron pareja sexual estable y le exigieron fidelidad para así saber quiénes eran sus hijos. Las mujeres hicieron como que sí, que bien estaba lo de la fidelidad, pero solo si el macho aportaba proteína animal a la familia. Por lo demás, unos y otras siguieron teniendo aventurillas a escondidas.

Luego, hace cosa de once mil años, con el fin de la glaciación y la mejora del clima, los grupos humanos empezaron a asentarse y descubrieron la agricultura y la ganadería. Empezó a haber  excedentes y posibilidades de almacenarlos, con lo que los agricultores más hábiles empezaron a disponer de reservas. Ahí fue cuando esos individuos con ganas de pintar la mona y ser más que los demás, que llevaban milenios reprimiéndose por la cuenta que les traía, vieron una clarita: Mirad —les dijeron a sus vecinos—, yo sé que vosotros sois los destripaterrones con más talento de toda la comarca, y que tenéis más cereal y más lentejas escondidos que nadie. Pero, ¿a qué aspiráis? ¿A ser los más ricos del cementerio o a que la peña os recuerde con admiración? ¿A que os recuerden, verdad? Bueno, pues yo dirijo. Vamos a usar esos excedentes para hacer algo grande: primero les cambiamos lentejas por puntas de flecha a esos muertos de hambre de la cantera y, después, a traición, atacamos a los del monte de enfrente, les quemamos el pueblo y nos quedamos con sus reservas, con sus mujeres y con ese menhir tan chulo que han hecho. Algunos tuvieron tal éxito que convencieron a los demás de que lo suyo era genético, de que los dioses los favorecían porque estaban emparentados con ellos, y consiguieron que su empleo temporal como C.E.O.s para asuntos religiosos y depredatorios se convirtiera no solo en vitalicio sino en hereditario. Y todos les apretaron más las clavijas a sus mujeres con lo de la fidelidad, porque cada vez tenían más patrimonio y no era cosa de dejárselo al hijo de otro.

Andando el tiempo, la cosa llegó a extremos intolerables. El macho alfa se consideraba  directamente un dios y se gastaba el presupuesto en monumentos a sí mismo. A veces se casaba solo con alguna de sus hermanas, porque ninguna que no fuera de su estirpe era digna de él, aunque también se beneficiaba a multitud de concubinas. Y, aparte de una casta de expertos en ingeniería religiosa y depredación masiva, el personal vivía con el agua al cuello o por encima del cuello.

Pero la naturaleza, que es muy sabia aunque a veces no lo parezca, continuó haciendo cambios diminutos en los humanos. Ahora, sobre todo, culturales, en sus costumbres y pensamientos. Algunos empezaron a sospechar que lo del “derecho divino” era un cuento patatero para medrar a costa de los demás y, gracias a la ancestral costumbre del chismorreo, solo que ahora usando imprentas, fueron convenciendo de ello a cada vez más gente. Hasta que, no hace ni tres siglos, en algunos lugares revirtieron el carácter hereditario de los alfas y los hicieron conformarse con contratos temporales y sujetos a la cuenta de resultados. Al poco, las mujeres se fueron dando cuenta de que gracias a los adelantos tecnológicos la fuerza bruta ya no era lo que había sido y reclamaron igualdad de derechos. Los varones, por su parte, comprendieron que, gracias a los anticonceptivos eficaces que iba habiendo, aunque las mujeres se la dieran con queso no tenía por qué haber consecuencias, así que accedieron. Y en esos privilegiados lugares se alcanzó la mayor igualdad jamás vista entre los sexos.

Sin embargo, al igual que en el paleolítico, los individuos con un ego especialmente subido hoy aceptan la igualdad solo de boquilla. Normalmente eso se les nota en cómo hablan y en cómo se comportan con su pareja. Suelen tener un hablar ampuloso y vacío y acostumbran a tratar a su compañera como si fuera un florero, un mero adorno de sus augustas personas. Los ciudadanos de a pie, que son los que crean el idioma, suelen darse cuenta de ello e inventan neologismos para designarlo. Para ilustrarlo podemos recurrir a dos palabras de nuevo cuño: “resiliencia” y “machirulo”.

A la palabra “resiliencia” se le nota a la legua su origen foráneo y pedante. Es un vocablo ajeno al usuario común del español. Es un polisílabo innecesario, ridículo y utilizado casi exclusivamente por ignorantes pretenciosos. Por el contrario, “machirulo”, la inventara quien la inventara, es de indudable raigambre española y popular. Es eufónica, y ya desde su sonido se adivina en ella la intención burlona. Está aquí para quedarse, aunque su significado todavía no esté del todo fijado. Propongo la siguiente definición:

Machirulo: dícese del varón que, ostentando un cargo público de mucho mando y prevaliéndose de ello, coloca a su pareja sexual femenina en un puesto para el que esta carece de la adecuada formación y valía, con grave detrimento de la eficacia de las instituciones y de la dignidad general de las mujeres.

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