La decadencia cultural de este siglo XXI en Occidente tiene mucho que ver con la neoinquisición que se ha desatado en los países más desarrollados. Desde los EEUU -donde en las universidades se dieron los primeros pasos de lo que viene a llamarse cultura de lo políticamente correcto- hasta la Vieja Europa, siempre tan temerosa, y otros muchos países, la nueva inquisición se encarga de decir lo que debe o no hacerse público, sea un libro, un artículo en prensa o una película, por poner solo unos ejemplos. La prohibición, primero, de Lo que el viento se llevó, y el paso atrás de permitirla pero con cuatro minutos y medio de carga ideológica obligada por Netflix, es solo un ejemplo del desprecio a la libertad de expresión que practican los grupos identitarios, sean antirracistas, feministas supremacistas, proinmigrantes ilegales, okupas, derribaestatuas o cualesquiera otros. Son la nueva policía del pensamiento y mediante la presión en la calle, los linchamientos en las redes sociales y el desprecio a la presunción de inocencia, como es el caso de Me Too, todo es válido para ellos.
Estos grupos se sienten en posesión de la verdad, y como en otro momento los nazis y los comunistas, persiguen a quienes no piensan como ellos. La ignorancia y el negocio en el que algunos de estos grupos están instalados se advierte sin dificultad cuando tiran estatuas de Colón o Cervantes, o consideran que tener el aire acondicionado encendido en un salón de plenos es un acto de “micromachismo”, como dijo hace unas fechas una inculta concejala de Podemos.
Más les valdría a los poderes públicos hacer frente a estos nuevos bárbaros que quieren acabar con la cultura occidental culpabilizándola de todos los males pasados y presentes. Después de unas víctimas, vendrán otras y en todas partes la libertad será la gran sacrificada. Ya hay suficientes ejemplos en la historia de cómo terminan las democracias que no se defienden.