La censura no es cosa del pasado, de los tiempos de Franco o de más atrás aún. En este medio damos cuenta con más frecuencia de la que desearíamos de episodios que si no fueran tan reales como hirientes para las conciencias de los hombres libres parecerían absurdos o imposibles. Acaba de censurarse un episodio de Bob Esponja, Facebook y Twitter censuran a quienes están en sus listas negras con variadas excusas -que no emplean con sus amigos, aunque sean dictadores, eso sí, de izquierdas-, ahora acaba de suspenderse un curso que pretendía tratar de terrorismo e inmigración -lo que es un tema tabú-, hasta se instituye un organismo que hace las veces de Ministerio de la Verdad o todo un general de la Guardia Civil confiesa que el Cuerpo le quita estrés al Gobierno en las redes sociales, o… Por supuesto, los asuntos estrella de la extrema izquierda –memoria histórica, feminismo extremo y leyes LGTBIQ– gozan de una protección especial -como la ley del odio– para blindarlos de posibles críticas.

Ante este estado de cosas en un país tan polarizado y con unos medios de comunicación que en muchos casos comen de la mano de los poderes públicos, a lo que se añade el adoctrinamiento desde la escuela, muchas personas se autocensuran para no ser linchados en los espacios públicos, y los que se atreven al debate de las ideas pues arrostran los peligros de defender la verdad con toda clase de cancelaciones, exclusiones y condenas públicas y privadas.

Hoy más que nunca es necesario defender la libertad de expresión que nuestra Carta Magna consagra en su artículo 20 y se hace imprescindible tener arrestos para oponerse, cada uno con los medios a su alcance y en sus circunstancias sociales, a esta ola represiva más propia de Goebbels y Stalin que de democracias de la Unión Europea. Y es que la UE también tiene algo que ver mediante el dinero que destina a determinados proyectos y organizaciones. No hay más que tirar del hilo.