La marcha del Rey Emérito, Juan Carlos I, de nuestro país y el suyo, en el que ha reinado casi cuarenta años, es una noticia con muchas caras. Por una parte, en un Estado de derecho, quien la hace la paga, y aunque don Juan Carlos no ha sido juzgado y, por tanto, es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, sufre también la pena del telediario por la que la opinión pública juzga a un personaje en función de lo que llega a sus oídos, con independencia de lo que más tarde digan los jueces. Y es que una cosa son las decisiones judiciales y otra la política, y Juan Carlos I ya ha sido juzgado, con sentencias para todos los gustos, al conocerse el dinero saudí recibido y la supuesta relación de éste con comisiones por el AVE a la Meca. Por si fuera poco, ahora la Justicia deberá discernir si las sospechas que sobre él recaen pertenecen a los años en que era inviolable -y lo fue hasta junio de 2014- o le alcanzan después de su abdicación. Lo de “inviolable” puede repugnar a la razón, porque hace del Rey un “distinto” del resto de los españoles, aunque cometiera el crimen más horrible, cosa que afortunadamente no ha sucedido, pero es lo que establece la Constitución y este es nuestro ordenamiento, y para los demócratas el cumplimiento de las leyes es inexcusable.
Son pues muchos asuntos los que quedan por dilucidar, pero dos cosas quedan claras, y la primera es que don Juan Carlos I ha prestado grandes servicios a España -y este que anuncia con su salida no es de los menores- tanto en el plano interno como exterior. Su reinado ha conocido sombras, como el 23-F, pero es también el mayor periodo de convivencia democrática desde antes de la II República, pese a la pesadilla de ETA o el nacimiento de los antisistema de Podemos. Por otra parte, que precisamente Podemos -una fuerza alejada de la concepción democrática occidental que se refleja en nuestra Constitución- se atreva a calificar de “indigna” la salida de España del Emérito -que sigue a disposición de la Justicia, como ha aclarado su abogado- es una prueba más de que los indignos serían quienes resultan cómplices de la dictadura venezolana, la teocracia iraní o están acusados de supuesta financiación ilegal, operaciones de humo (caso Dina) y otras miserias políticas.
Esperemos que el curso de la Justicia llegue a un pronunciamiento rápido sobre la culpabilidad o la inocencia de quien se ha hecho querer por los españoles aun cuando no todos sus comportamientos privados sean dignos de ejemplo. Mientras tanto, nos gustaría saber por qué Jordi Pujol no ingresa en prisión, por qué la abandonaron los golpistas catalanes y por qué la ley no se cumple en el País Vasco y Cataluña. Todos bajo el imperio de la ley. Pero todos.