Uno de los problemas de este nuevo tiempo que nos toca vivir es el de la verdad, escondida u oscurecida por la llamada posverdad, las fake news y la manipulación de la información por los grandes grupos de comunicación y por los menos grandes.
Internet ha venido a democratizar la comunicación desde el momento en el que hoy cualquier ciudadano puede escribir un tweet y conseguir una gran audiencia incluso en las antípodas; ayer, un ciudadano que no dispusiera de los medios convencionales -periódicos, radios y televisiones, principalmente- tenía escasas posibilidades de hacerse oír. Pero, claro, los grandes grupos de comunicación, aliados las más de las veces con los poderes políticos institucionales -excepto en el caso de los EEUU, casi todos contra Trump-, usan sus recursos para ridiculizar y atacar a quienes les disputan, precisamente, el poder que detentan, aunque los medios que empleen se alejen ostensiblemente del juego limpio y la verdad, su primera sacrificada.
Al enemigo se le llama ahora populismo, aunque el “populista” haya sido elegido por el pueblo, caso de Donald Trump en los EEUU; o Boris Johnson, en el Reino Unido, también por las vías legales previstas en el 10 de Down Street, solo que feroz partidario del brexit, que votó en referéndum el pueblo británico; o también son enemigos de estos poderes políticos y económicos el presidente Orban en Hungría, que cuestiona muchas decisiones de la UE, o los colombianos que rechazaron en referéndum los acuerdos del gobierno con la narcoguerrilla de su país… A esta ensalada hay que añadirle los ingredientes nacionalistas y el saco de la extrema derecha, así llamados todos los partidos que convenga, aunque no lo sean. Claro que no todas las posiciones de estos y otros muchos hay que compartirlas, pero sí hay que escucharlas y debatirlas.
Es una realidad incontestable que, por unas razones u otras, los ciudadanos están muy enfadados con sus políticos en todo el mundo, desde Hong Kong a Buenos Aires o desde Francia a Moscú, por poner solo unos ejemplos. Y en este estado de cosas, la información se tuerce para adaptarla a las necesidades de los poderosos que la difunden. Así se crea una tupida tela de araña de mentiras, descalificaciones y tópicos que intoxican, o lo pretenden, al ciudadano de a pie. Lo políticamente correcto se intenta imponer así al discurso que disiente y cuestiona el pienso informativo que se le suministra. Esto sucede en todos los ámbitos de la sociedad, en España y en Estados Unidos o en cualquier otro país, desde los hogares hasta los informativos de televisión o la publicidad. Es más, hasta se intenta impedir violentamente que otros hablen, como en algunas universidades españolas los grupos independentistas o antisistema. Todo puede ser discutible y, además, con respeto al otro. Recuerden que Copérnico tuvo que abrirse paso con la verdad de que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés, y le costó trabajo. Hoy igual que ayer, y más que nunca, cabe exigir libertad de expresión, pero para todos.