Tal día como hoy de 1896, se producía en las afueras de Moscú una de esos terribles eventos en el cual ninguna persona en concreto es el responsable último de la tragedia. Ni siquiera el factor desencadenante tiene importancia, bien podía haber sido otra la causa.

Todo ocurrió durante un día festivo. Se celebraba la coronación del zar Nicolás II y la zarina. Moscú se vestía de gala para los fastos del que después sería el último de los Romanov. Khodynka, nombre de la explanada ubicada en la periferia de la capital rusa, era lugar de tradición para los Romanov, pues tanto su padre (Alejandro III), como su abuelo (Alejandro II), habían sido coronados allí.

Alrededor de medio millón de personas celebraban con alborozo al nuevo zar, considerado por el pueblo ruso una figura a medio camino entre lo paternal y lo divino. Prometía un día feliz, como lo demuestran cientos de fotografías que inmortalizaron esos momentos, cuyo archivo visual es un auténtico documento histórico.

La noche previa al acontecimiento, se corre el rumor que el zar iba a entregar comida para celebrar la

coronación y la población empezó a agolparse en los alrededores.

Todos quieren ser los primeros y la histeria colectiva se apodera de la gente. El caos es un hecho. El resultado es una de las avalanchas humanas más mortíferas del último siglo y medio. Casi 3.000 muertos y heridos fueron los fríos números de la estampida.

Las dimensiones del lugar y el enorme gentío reunido en Moscú impidieron que, en un primer momento, todos los presentes en la festividad se enteraran de lo que había sucedido. Ni siquiera el propio zar, en un principio, fue consciente de la magnitud de la tragedia. Nicolás II acudió esa misma noche a una fiesta en la embajada francesa en su honor. Aquella decisión resultó inaceptable a ojos del pueblo, viéndose afectada la imagen pública del recién coronado zar.