El debate público está en constante estado de alarma. Todo es alerta y conmoción por nimiedades, por irrelevancias y por superficialidades disfrazadas de trascendencia. Igualmente, es cosa muy moderna convertir en materia de alta excitación de las masas la creación artificial de colectivos de víctimas de malvadas organizaciones imaginarias, por ejemplo eso que –en contra de los más elementales procesos de formación de palabras– llaman el «heteropatriarcado».
Toda esta mascarada tiene lugar en el escenario del teatro político mientras el 78 trafica entre las bambalinas de este corral de comedias con lo que de verdad afecta a sus 47 millones de espectadores, con lo más íntimo y sustancial de su ser: la españolidad. El Régimen del 78 se dirige hacia la disolución de la Nación política española. Tras más de cuatro décadas de reparto del Estado, comienza ahora el reparto de la Nación: la francachela federal. Los ciudadanos viven ajenos a esta realidad de la que nadie les advierte. Tampoco reciben ningún aviso de sus consecuencias, de los sucesivos tsunamis políticos que arrollarán sus libertades y derechos –y los de sus hijos, los de sus nietos,…–. España está sometida a un proceso de descomposición sin freno mientras el debate público toca la lira del delirio climático y de la criminalización del varón por razón de sexo y de orientación sexual.
El sistema político vigente tiene una inercia hacia la federalización. Sin estar escrita, esta tendencia sí está impresa en la Constitución (CE). La atomización de la Nación española comenzó el mismo día que entró en vigor su actual carta constitucional y no se detendrá hasta que encuentre un freno. Este hecho suscita muchas preguntas. ¿Qué es lo que sustancia esta tendencia federalizante? ¿Cuál es su origen? ¿Qué implicaciones tiene? ¿Por qué existe? ¿A quién beneficia? ¿De qué medios se vale para avanzar? ¿En qué medida ha avanzado? ¿Cómo puede ser evitada?
La clave está en el artículo 2 de la CE, que establece que la Nación española está integrada por «nacionalidades y regiones». Esta es la raíz de todos los males políticos de España y el origen de su desbaratamiento. Existe una tabarra que atribuye la inclusión de este sintagma en el texto constitucional a dos factores. Por un lado, a un gran éxito de negociación por parte de lo que en la legislatura de 1977 se llamó la Minoría Vasco-Catalana. Por el otro, a una grandeza de los partidos nacionales que aceptaron esta cesión de la que nació el funesto consenso setentayochista.
Está vedado, sin embargo, a los españoles el conocimiento de la intrahistoria de estos arreglos que fueron comerciados a puerta cerrada como si de tratos privados se trataran. Aquello no fue un acuerdo negociado en el que el 6% del Congreso se impuso al 94% restante. Tampoco fue un acto de generosidad de nadie. Estos son los cuentos de podadores sobre los que construyeron el mito fundante del 78, creado ad hoc por la historiografía hagiográfica de los transicionómanos. La realidad es otra y no va a cambiar aunque mil historiadores orgánicos publiquen mil libros en mil editoriales para reiterar este mito que oculta al logos.
La expresión «nacionalidades y regiones» fue acuñada por el PSOE. Se la puede encontrar en la documentación desarrollada por la formación socialista. Está en las resoluciones políticas de los dos congresos socialistas inmediatamente anteriores al inicio del proceso de redacción del anteproyecto de CE. Estos congresos habían tenido lugar en Suresnes (Francia) en octubre de 1974 y en Madrid en diciembre de 1976. Ningún documento político de ninguno de los partidos que formaban la Minoría Vasco-Catalana contenía esta expresión antes de la publicación del anteproyecto de Constitución en enero de 1978. A pesar de que la redacción del primer borrador del artículo 2 –que ya incluía este nefasto sintagma– procedía nominalmente de Miquel Roca –del PDPC de Jordi Pujol–, el asiento de ponente constitucional desde el que la formuló le había sido cedido por los socialistas para que fuera él quien materializara esta iniciativa. Esto es, el PSOE subcontrató a los nacionalistas la siembra de la semilla federalizante que ha causado la desnacionalización de España desde el corazón de la CE.
Los efectos se han revelado devastadores con el paso de las décadas. Entró la CE en vigor y parecía que no pasaba nada. Se sucedieron los años, llegó Felipe González a la Moncloa y todo seguía en orden. El apocalipsis nacional que habían augurado los catastrofistas que habían advertido de los peligros del uso de la voz «nacionalidades» no acababa de llegar. Y, sin embargo, su trabajo de minado gradual de la unidad nacional no cesaba ni un instante. La sucesiva creación de CCAA se convirtió en una compulsión política que lo infestaba todo y que crecía en la medida en la que debilitaba a la Nación. No es necesario ser un Aristóteles para apercibirse de que aquello de las «nacionalidades» tenía como objetivo la insinuación. Este insinuar sin afirmar es la asechanza que el 78 constitucionalizó para socavar calladamente la unidad nacional de forma permanente a través de las décadas.
Donde hay una nacionalidad, tendrá que haber también una Nación. ¿Cuántas «nacionalidades» tiene un español en su pasaporte? Sólo una, pero la CE dice que hay varias, aunque no concrete ninguna más allá de la española. Donde hay una Nación, hay un Derecho. Si hay más de una Nación, hay más de un Derecho. Si hay más de un Derecho, habrá tantos conflictos como Derechos. Este fue el desastre de la revuelta cantonal que barrió la Primera República Española en cuestión de meses. A un escenario no muy distinto dirige el 78 la nave de su Estado.
La Nación política es la fuente de la que mana el ordenamiento que debe proteger las libertades y derechos de la comunidad nacional. Pero si es el propio ordenamiento el que ataca su fuente, el resultado es la desprotección del bien jurídico más valioso y que es la Nación; y con ella, la de los miembros de su comunidad nacional. Que los ciudadanos españoles estén desamparados de su propia Nación política es algo único en Occidente. Que sea, además, el propio Estado el que ataca a su Nación es algo que no ha ocurrido ni ocurre en ningún otro lugar del mundo y de la Historia.
El pasado del hombre nos presenta multitud de casos en los que un gobernante ha traicionado a su propio pueblo. Pero contar con una Constitución diseñada para disolver a ese pueblo en un proceso de décadas es algo insólito que pasará a los anales de la humanidad por su carácter inédito.
Un saludable escepticismo preguntará dónde están las pruebas de que la disolución de España está en marcha desde hace décadas y que avanza cada día. Pues bien, esto es algo que puede ser medido de forma objetiva como creemos haber demostrado en la obra Federalismo cacique. Estos medios métricos están basados en el análisis del contenido de los 26 estatutos de autonomía –los 19 de la primera ola y otros siete de la segunda– y sus 85 reformas publicadas hasta día de hoy –la legislarrea autonómica es abrumadora–.
La evolución de todos estos ordenamientos estaturarios regionales revelan que la CE 78 ha sometido a España a un proceso federalizante que propicia su desnacionalización en tres fases: la autonomista, la nacionalista y la separatista. Las dos primeras etapas ya han sido completadas. La primera, al cien por cien; la segunda, al 82%; y la tercera ya ha comenzado a asomar las orejas.
Estos tres períodos forman lo que hemos llamado el «ciclo cacique». El golpe a la Nación de la Generalidad de Cataluña de 2017 fue un ensayo del último estadio. Esta afirmación no es gratuita. La asonada contra la integridad de la Nación política española fue planificada, financiada y ejecutada por el Estado con recursos del Estado. El Parlamento y el Gobierno de la Generalidad de Cataluña son dos instituciones del Estado. Y ante su rebelión, los tres poderes del Estado se cruzaron de brazos hasta que el Rey salió por TV a señalarlos y afearles explícitamente que estuvieran de brazos cruzados.
El Gobierno de Pedro Sánchez utilizó la epidemia de coronavirus como acelerante de la agenda federalista. La presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet –activa federalista–, lo ha reconocido recientemente en público y explicó el cómo: «Por la vía de los hechos».
Es razonable preguntarse de qué medios se valdrán los federalistas para implementar la fase final del ciclo cacique. Sólo les falta un remate, el control del Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces. Pero esa guinda no es esencial para sus planes. El Ejecutivo y el Legislativo actúan en unidad de poder. De esta unidad nace un nuevo totalitarismo, que como advierte el profesor Dalmacio Negro «no hace uso de la violencia, sino de la legislación». La nueva mayoría del Tribunal Constitucional ha sido creada con el objetivo de avalar y constitucionalizar cualquier legislación que ataque a la integridad nacional.
La curia constitucional está integrada por once magistrados en la actualidad –existe una vacante por enfermedad–, de los que seis están en la órbita del PSOE, uno en la de Podemos y otra que se acababa de jubilar se manifestó dispuesta a dar por liquidada la Nación española mediante referéndums de autodeterminación a los dos días de tomar posesión. Algunos son federalistas confesos, como la catedrática de la Universidad de Málaga María Luisa Balaguer, coautora del informe Por una reforma federal del Estado autonómico (2012), auspiciado por José Antonio Griñán –entonces presidente del PSOE y de la Junta de Andalucía; hoy convicto y aún pendiente de cumplir una pena de seis años de prisión que no ha iniciado siete meses después de la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo–.
En este punto es oportuno señalar que «federar» significa unir lo que está separado. Convertir España en un Estado federal es romper España con el objetivo de volver a unir con posterioridad los despojos que resulten de su despedazamiento. Un juego de locos que acuden al Prado para hacer recortables con un lienzo de Goya, que dinamitan centrales térmicas para obtener electricidad, que destruyen presas durante una sequía o que se prohíben a sí mismos el aprovechamiento de sus propios recursos.
Una vez que el Ejecutivo abra la barra libre de la autodeterminación con cualquier otro nombre y con el apoyo de una mayoría parlamentaria –presente o futura– integrada por el PSOE, Podemos, golpistas y terroristas, no es descabellado aventurar que el TC lo dé por bueno. ¿Para qué si no ha sido creada su nueva mayoría? Si esto llega a suceder… O, por mejor decir, cuando esto llegue a suceder, ¿qué magistrado del Tribunal Supremo levantará su voz contra ello? ¿Lo hará el Rey?
Resulta pertinente plantear el porqué de este afán federalizante. La respuesta a esta pregunta es tan grosera como la vanidad de poder, de honores y de dineros. Lo único que persiguen es la compra de los votos de golpistas, terroristas, separatistas, nacionalistas y oportunistas aventureros con escaño que se venden al mejor postor. Una vez disuelta la Nación, todo será Estado. El resultado final es el sometimiento de los antes españoles a ese Estado descomunal y a sus caciques regionales en el ámbito doméstico. En cuanto al escenario internacional, la atomización de España será aplaudida por el cien por cien de todos sus aliados nominales, que son sus enemigos de hecho.
El motor del proceso de federalización de España es la Constitución de 1978. Los españoles tendrán que enfrentarse a esta realidad tarde o temprano, la realidad no les va a esperar. El Estado de hecho ha devorado al de Derecho, no existe ningún mecanismo capaz de frenar materialmente esta deriva. No importa la orientación política del Ejecutivo ni la de la composición de la mayoría del Legislativo. Es el 78 el que avanza federalizante. Cada milímetro que gana, lo pierde la Nación. Su avance se podrá acelerar o ralentizar, pero no se detendrá mientras su motor esté en marcha. Sólo un cambio del motor político podrá enderezar el rumbo y evitar el abismo al que el Estado del 78 empuja a la Nación.