El palabro ‘transgénero’ define a una persona cuya “identidad o expresión de género no se ajusta a las generalmente asociadas al sexo que se le asignó al nacer”. Desde hace pocos años, grupos de activistas se dedican a promover la insensata idea de que es una mera “construcción social” la separación entre el sexo biológico y el ‘género’, lo que quieren que conste en las legislaciones de cada país. En Noruega, por ejemplo, y también en otros países como Argentina, han conseguido avances, y así en este último país el Gobierno estableció el año pasado un cupo laboral para que un 1 por ciento de los puestos del sector público sean ocupados “por personas travestis, transexuales y transgénero que reúnan las condiciones de idoneidad para el cargo”; la ley especifica que el cupo se aplicará a esas personas, “hayan o no efectuado la rectificación en el registro del sexo y el cambio de nombre de pila e imagen”.
La promoción de esta idea del “transgénero”, que choca directamente con la naturaleza humana, se presenta incluso como un simple “acto lingüístico”, es decir, que basta reconocerse ‘hombre’ o ‘mujer’ con independencia del sexo biológico para ser aceptado como tal. En otras ocasiones, se trata de relativizar o minimizar los riesgos o eventuales consecuencias para la salud de las operaciones quirúrgicas u hormonales necesarias para el cambio de sexo a las que se someten las personas con ese deseo, aunque después las consecuencias sea irreversibles si el sujeto se arrepiente, lo que, por supuesto, sucede.
Se recurre a veces a los llamados “bloqueadores de la pubertad”, fármacos que detienen el desarrollo del cuerpo del niño, suprimiendo la liberación de estrógenos y testosterona y permiten al adolescente disponer de más tiempo para decidir sobre su sexo. Esos bloqueadores pueden fomentar en la joven persona el deseo de cambio de sexo, lo que muchas veces resulta en intervenciones quirúrgicas, como la amputación del pene o de los pechos, o la extracción del útero o los ovarios.
Desde 2013 se ha quintuplicado en Alemania el número de adolescentes, sobre todo chicas, que no se sienten bien con el sexo que se les asignó al nacer, fenómeno que puede tener algo también de moda, pero que preocupa a pediatras y psiquiatras infantiles. Esta demanda ha creado ya un mercado que tratan de explotar empresas farmacéuticas y clínicas especializadas en el cambio de sexo. Un ejemplo es la estadounidense ‘trans’ Martine Rohblatt, actualmente a la cabeza de la empresa biotecnológica United Therapeutics, a la que la revista New York presentó hace ya algún tiempo como la “ejecutiva mejor pagada de EEUU”. Esa judía, nacida como hombre en un barrio de mayoría hispana de Los Ángeles, y que se define no como ‘transgénero’, sino como “transhumanista” publicó en 1995 un manifiesto titulado ‘El apartheid del sexo’, que afirmaba que “los genitales son tan irrelevantes para el papel de uno en la sociedad como el tono de piel”, lo cual contradice las evidencias científicas. Según Rohblatt, lo ‘transgénero’ es la “rampa de acceso para la superación de la carne. Las personas que se niegan a ser catalogadas como hombres o mujeres son la avanzadilla de una humanidad que no estará limitada por substrato alguno” y que ella llama lo “transhumano”. Si no fuera porque estos extravagantes pensamientos le proporcionan pingües ganancias, podría pensarse que el sujeto parece algún tipo de trastorno mental o, tambien, que quiere tomarnos el pelo. Pero no, se trata de negocios.