Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
(Viaje a Ítaca)
Kavafis
Hace cerca de cincuenta años, inicié mi viaje a Ítaca. Fue en el otoño de 1971 y de la mano de mi padre. Yo acababa de aprender a leer y él me llevó a la librería Denis, donde me regaló un libro de Historia Sagrada, lleno de aventuras terribles e imágenes coloridas que encendieron mi imaginación y mi pasión por los libros. Décadas más tarde, partiría mi progenitor de este mundo sin saber que aquel libro y aquel día fueron la semilla de una novela: El mar de Salomón.
Una década después, ya viajaba sola y por mi cuenta a otras Ítacas en busca de hermosas mercancías, de otros libros que mi padre no me habría regalado con tanta satisfacción. Recuerdo que en las vacaciones estivales (que sean muchas las mañanas de verano en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a puertos nunca vistos), solía adentrarme en la librería Negrete en calle Granada, en la Ibérica en calle Nueva, y algo menos en la librería Cervantes en plaza de la Constitución. La verdad es que en esas visitas casi nunca compraba -los ahorrillos de las jovencitas de entonces no daban para mucho- y las más de las veces me limitaba a leer solapas y a formularme preguntas. Ya se sabe que la curiosidad es el combustible de los viajes, en especial del de la lectura.
Debió ser también por entonces cuando comenzaron mis incursiones en la Librería de Mujeres de calle San Agustín. Allí descubrí un enfoque distinto para contemplar el mundo y con esa nueva luz de proa, viajé a otras muchas ciudades egipcias a aprender de sus sabios. Me recuerdo perfectamente en Áncora, una librería chiquita y deliciosa que me proporcionaba ensayos y libros de filosofía, y que hoy sigue luchando contra viento y marea en el difícil mercado de la cultura libresca.
Creo que fue 1986 el año en el que durante la feria del libro -entonces se celebraba en el Parque- tuve la oportunidad de ejercer de librera, o mejor dicho, de Ariadna, porque la librería en cuestión se llamaba Minotauro y era bastante caótica. Por desgracia, aquel pequeño establecimiento de calle Méndez Núñez tuvo un vida muy corta.
Los emporios de Fenicia siempre fueron para mí Rayuela y Proteo. Esta última es hoy la decana de las librerías malagueñas y acaba -también contra viento y marea- de cumplir 50 años dando cobijo a navegantes.
Rememoro con afecto mis visitas a las librería Aleph (calle Panaderos) y a Templarios (calle Mármoles). Allí encontré obras que alimentaron mi lado heterodoxo y me descubrieron el tesoro de los símbolos y del hermetismo. Las librería Renacer y Pie de la Torre eran algo así como su competencia ideológico-espiritual, pero también las visitaba, porque si mantienes Itaca en tu mente, necesitas aprender de todo y de todos.
Durante treinta años, mi imperecedero lado infantil encontró consuelo en Libritos. Cada vez que debía hacer un presente a algún niño o niña, recurría a esta librería encantadora. Hoy tengo la satisfacción de haber contribuido a izar velas a más de un aspirante a Ulises y la pena de haber visto naufragar a otros.
La Alameda de Málaga se volvió más deslumbrante con la aparición de la librería Luces. Lo mismo le sucedió a calle Alemania con Agapea o a calle Compañía con Mapas y Compañía, una de las librerías más bonitas de España. Calle Nueva recobró lustre con la apertura de Casa del Libro, al contar de nuevo en sus inmuebles con una gran librería que hoy llena el vacío que dejó la Ibérica.
Reconozco que no he frecuentado la librería del Corte Inglés ni tampoco la de Fnac, más que nada porque no me gustan los grandes almacenes. Prefiero establecimientos de menor tamaño, es cuestión de manías.
Creo sinceramente que los libros son algo más que un medio para distraernos del aburrimiento. Son también una herramienta para comprender el mundo, para perder el temor en lo personal y en lo social a los legistrones y a los cíclopes. Los libros nos ayudan a convertirnos en personas y ciudadanos libres.
Hay quienes dicen ser felices sin libros. Yo, en cambio, estoy convencida de que las ciudades no pueden serlo sin librerías, no al menos en el sentido en el que los antiguos griegos entendían la felicidad: la no rendición ante las pasiones sino su dominio. Para Aristóteles un sujeto feliz era alguien virtuoso, racional, prudente, reflexivo, equilibrado y capaz de medir las consecuencias de sus acciones. Alguien cuyos actos tenían en cuenta el bien común, por lo que la felicidad era el resultado de una mixtura de logos (raciocinio), ethos (conciencia moral) y hábitus (hábito).
Es cierto que los libros arrojan luz sobre lo primero (raciocinio) y lo segundo (conciencia moral), pero también que es junto a los demás -en la polis, que dijera El Estagirita- donde adquirimos los buenos hábitos de convivencia. Convivencia que se nos hace posible gracias al lenguaje, al diálogo y al intercambio de ideas. Igual que Platón, también Aristóteles consideraba el lenguaje nuestro mayor recurso para neutralizar la violencia. Por eso afirmo que las librerías, las personas que las transitan y los libros que éstas leen, conforman un todo imprescindible en nuestras ciudades. Las librerías constituyen una metáfora de esa comunidad o koinoia, de ciudadanos libres y dialogantes, de esa polis feliz que nos merecemos. Pero también afirmo -hablo por mi propia experiencia- que las librerías (y las biblliotecas) son la nave conductora hacia la patria íntima que Kavafis llamaba Ítaca.