La paradoja del traje nuevo del emperador. Antonio Trujillo García - El Sol Digital

La paradoja del traje nuevo del emperador. Antonio Trujillo García

Hace ya algún tiempo leí una fábula escrita en 1837 por el danés Hans Christian Andersen, titulada El rey desnudo, y que más tarde pasó a ser conocida como La paradoja del traje nuevo del emperador. Por resumir un poco, la fábula cuenta que, hace muchos años, un par de timadores se presentaron en la corte de un emperador con la promesa de hacer para él el traje más hermoso que pudiera imaginar. Por supuesto, la tela era muy cara pero, según ellos, su calidad y delicadeza merecían el precio que costaba. Como contrapartida, la tela tenía una particularidad: solo podía ser vista por las personas buenas e inteligentes.

Después de pensarlo durante un buen rato, el emperador aceptó. Nada más recibir el encargo, los dos pícaros se encerraron en su taller a confeccionar el hermoso traje con una tela que, en realidad, no existía. Unos días más tarde, cuando ya estaba terminado, el emperador, sintiéndose algo nervioso ante la posibilidad de que él no fuese capaz de ver la prenda, envió a dos de sus hombres de confianza para que la examinaran. Evidentemente, ninguno de los dos hombres admitió que eran incapaces de verla. Muy al contrario, ambos comenzaron a alabar los maravillosos colores y la elegancia de las telas que los dos sastres habían utilizado para su confección. Pocas horas después, toda la ciudad había oído hablar del fantástico traje y estaba deseando admirar su belleza, pero también querían saber cuántos de sus vecinos eran malvados o estúpidos.

Una vez en palacio, los estafadores ayudaron al emperador a ponerse la inexistente prenda para iniciar el desfile que éste había prometido para mostrar al pueblo su nuevo traje. Por supuesto, ninguno de los miembros de su séquito fue capaz de admitir que no podía verlo. Ni siquiera el mismo emperador lo admitió, mientras se contorsionaba desnudo frente al espejo, atento a los arreglos de los sastres y a los gestos de admiración de los presentes.

Así pues, una vez iniciado el desfile, todos los asistentes lanzaron vítores elogiando la belleza del irreal atuendo, temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta de que no podían verlo. Hasta que, de pronto, un niño dijo: ¡Pero si va desnudo!

Inmediatamente, la gente que se encontraba más cerca del niño comenzó a hablar en voz baja, poniendo en duda lo que hasta ese momento había sido una realidad consensuada por todos. Poco a poco, los cuchicheos se extendieron como un reguero de pólvora y dieron paso a un despertar general en el que todos “descubrieron” que en realidad el traje nuevo del emperador no existía en absoluto.

En la sociedad actual ocurre algo parecido. Todos hemos sido obligados a aceptar determinados conceptos por la sencilla razón de que una buena parte de la colectividad los ha aceptado como “la verdad”, aun cuando algunos de esos conceptos no serían capaces de resistir un análisis mínimamente riguroso. Es lo que ocurre con la brecha salarial, el techo de cristal, el heteropatriarcado, la discriminación positiva, el 0,01 por ciento de denuncias falsas, los privilegios masculinos, etc. Mantras construidos por una izquierda revanchista que aparentemente busca resarcir a un sector de la sociedad que consideran maltratado, pero que en realidad solo tiene la intención de pescar votos entre un grupo de personas cuya particularidad reside en que se mueven, piensan y votan como si de un banco de peces se tratara.

También tenemos una ley (la Ley Integral de Violencia de Género) que modificó varios artículos del Código Penal para conseguir que solo castiguen una determinada acción si es cometida por un hombre, y posibilitó la creación tribunales en los que solo se juzga a una parte de la población (ambas cosas prohibidas expresamente en los artículos 14 y 117.6 de nuestra Constitución). Estas dos asimetrías legales se fundamentan en la razón de que, en el seno familiar, la mayor parte de la violencia se produce desde el hombre hacia la mujer. Pero eso es como decir que, como se cometen más robos en joyerías que en lavanderías, deberíamos agravar las penas para los que cometan robos en joyerías, y dejar sin castigo a aquellos que cometan robos en lavanderías. Ya saben, por aquello de la alarma social.

Como es lógico, tras la aparición de la ley en el año 2004, se interpusieron varios recursos de inconstitucionalidad. Y, como reacción, el gobierno de Zapatero puso en marcha una campaña destinada a crear la suficiente alarma social como para que el Tribunal Constitucional pasara por alto las desigualdades legales establecidas. Por ejemplo, a partir del año 2006, el Ministerio del Interior dejó de publicar en su anuario estadístico la cantidad de hombres que habían sido maltratados o asesinados por sus parejas. Ese año, 10.801 hombres fueron maltratados por sus parejas, y 37 fueron asesinados por personas de su ámbito familiar (12 de ellos a manos de sus parejas). En el año 2015 fue aún peor, 11.080 fueron maltratados, y 56 fueron asesinados (15 a manos de sus parejas). Además, en esta estadística no se reflejan los datos de Cataluña, País Vasco y Navarra, por lo que, haciendo una sencilla regla de tres con los datos de población, se podría aventurar que el número de hombres asesinados estuvo en torno a 18-20.

Como se puede ver, cada año mueren menos hombres que mujeres a manos de sus parejas, pero ni mucho menos es un número anecdótico, como aseguran en televisión. El problema es que los redactores de los informativos buscan en las estadísticas oficiales para documentar sus noticias, y las estadísticas oficiales dicen que en España ninguna mujer mata a un hombre desde hace trece años.

Por otro lado, el fundamento que se ha convertido en la piedra angular de la infame LIVG viene a decir que los hombres matan a las mujeres solo por ser mujeres. Este concepto es de una banalidad tan disparatada que me resulta difícil entender cómo puede ser defendido por cualquier persona que podría ser considerada inteligente. La violencia en el ámbito familiar, al igual que ocurre con cualquier tipología delictiva, es multifactorial. Es decir, que un porcentaje de esa violencia podría tener su explicación en la idiosincracia machista de algunos hombres; otro porcentaje podría ser debido a conflictos o discusiones que han derivado en agresión, ya sea unidireccional o mutua; otro porcentaje podrían ser respuestas a agresiones previas (recientemente, el diario inglés The Telegraph ha publicado un estudio de la Universidad de Cumbria que concluyó que las mujeres son más agresivas y controladoras en sus relaciones que los hombres); y otro porcentaje podría deberse a un ánimo de venganza ante una situación injusta. Por supuesto, no estoy justificando ninguna agresión. Pero si todo el mundo entiende que para reducir los delitos contra la propiedad no solo hay que actuar mediante la represión del Código Penal, sino que también se deben eliminar las desigualdades que hacen que se produzcan ese tipo de delitos, ¿por qué no puede nadie entender que para reducir el porcentaje de muertes o agresiones a mujeres que podrían tener su origen en una situación injusta, habría que acabar precisamente con dichas situaciones? Con motivo de mi trabajo, he visto a hombres durmiendo en coches abandonados con un despertador programado a las siete de la mañana para irse a trabajar, mientras sus ex mujeres habían rehecho sus vidas, y seguían disfrutando de un piso que ellos continuaban pagando. ¿De verdad esto le parece a alguien una solución justa?

En cualquier caso, si el gobierno pretendiera realmente reducir las agresiones hacia las mujeres, lo primero que debería hacer es encargar un estudio criminológico que revelara las verdaderas razones por las que se producen esas agresiones. Y no resumir todo con un escueto e impostado “los hombres matan a las mujeres por ser mujeres”.

Por otro lado, se ha establecido todo un sistema de ayudas y beneficios hacia la mujer solo por el hecho de serlo. En los procesos de separación y divorcio con hijos, en el momento en que les es atribuida la custodia de los hijos (lo que ocurre en un 84 por ciento de los casos), dejando a un lado el daño moral, lo cierto es que todo son ventajas para ellas. Y si, además, dicha separación se produce con una denuncia por violencia de género de por medio (la cual puede estar fundamentada en un hecho grave, pero también en amenazas o vejaciones leves, o incluso en algo tan absurdo como tirarse un pedo delante de tu ex), la mujer tiene derecho a asistencia legal gratuita y asistencia social integral, al uso y disfrute del domicilio conyugal, a recibir una manutención mensual, a la custodia exclusiva de los hijos en común, a percibir ayudas económicas del gobierno, permisos de residencia -en el caso de inmigrantes ilegales-, ventajas laborales, etc. Y, por supuesto, el padre queda inhabilitado para ejercer o solicitar la custodia exclusiva o compartida de sus hijos.

Del mismo modo, tal y como ocurre con los factores por los que se produce la violencia hacia la mujer, no existe ningún estudio que explique los motivos por los que, de las más de 3.600 personas que se suicidan cada año en nuestro país, un 75 por ciento son hombres. Y no existe por la sencilla razón de que, según las estadísticas, alrededor de un 15 por ciento de los suicidios masculinos -unos 400- podrían estar relacionados con los procesos de divorcio, lo que refleja el carácter favorable para la mujer de la actual legislación.

¿Qué pasaría si descubriéramos que la LIVG provoca cada año ocho veces más muertes de las que pretende evitar? Una vez oí decir a un fiscal que casi todo el mundo en la administración de justicia sabe que la LIVG está provocando muertes de mujeres, pero que nadie va a atreverse jamás a decir algo así públicamente.

Volviendo al principio, las paradojas son razonamientos en principio válidos, que parten de premisas en apariencia verdaderas, pero que conducen a situaciones contrarias al sentido común. Al final de La paradoja del traje nuevo del emperador, el niño consigue convencer a todos de que se encontraban ante una mentira. En la sociedad actual, todo el mundo habría corrido a taparle la boca al niño.

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