Hay quienes piensan que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, está conduciendo correctamente las ínfulas independentistas en Cataluña y que obra con una elogiable prudencia. En este y otros casos hay que tener en cuenta que esa supuesta prudencia puede ser debilidad y cobardía en el tratamiento de un problema que necesita de claridad de ideas en primer lugar, de toma de decisiones meditadas y de firmeza en su cumplimiento. Ya se celebró otra pantomima de referéndum en 2014 y este mismo presidente no la impidió y desde entonces hasta acá los separatistas no están menos crecidos sino todo lo contrario. Del presidente del Gobierno se espera, como es elemental, que haga cumplir la ley.

Esta larga espera hasta el 1 de octubre da lugar a la reflexión de si por evitar el enfado de los irreductibles sediciosos no se está transmitiendo un mensaje equivocado al resto de la nación de que aquí no pasa nada y que esto ya lo solucionaremos, cuando sí pasa algo muy importante -nada menos que el intento de romper la unidad de España- y se aplaza indefinidamente la solución de un problema que no tiene más salida que la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Por decisión del Consejo de Ministros, con la ley en la mano y con mayoría absoluta en el Senado hay que dar ese paso sin complejo alguno y con la firme convicción de que la nación española está detrás.