La corrupción hace tiempo que dejó de ser una anécdota en España para convertirse en una práctica muy común. Minimizarla hoy por el político que sea es convertirse en cómplice de la misma, por cuanto ese discurso viene a decir que no es para tanto, que hay muchos políticos honestos, que es un pequeño porcentaje de la acción pública…, y no pone al rojo vivo un problema nacional, como así lo consideran los españoles en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Las operaciones llevadas a cabo en Madrid por la Guardia Civil, siguiendo órdenes de un juez de la Audiencia Nacional, son de las más importantes de la historia de la democracia española, por cuanto implican a un presidente de la Comunidad Autónoma, entre otros detalles nada insignificantes.

Preocupa que algún dirigente diga que los actos corruptos los cometen las personas, claro, no los van a cometer las piedras, pero hay personas que también financian a sus partidos con la corrupción -y hay varios sumarios abiertos en este sentido-, por lo que también los partidos están metidos de hoz y coz en estos repugnantes asuntos.

Parece que algo más de lo que se ha hecho habrá que hacer, no algo, perdón, mucho más. En este estado de cosas, la desconfianza del ciudadano hacia sus representantes políticos es muy alta. Y con razón. ¿Cómo extraña entonces que los antisistema asalten el Estado de Derecho si los que decían salvaguardarlo lo saquean?