El lunes de la semana pasada la tierra tembló sobre todo en Málaga y Melilla. El seísmo alcanzó 6,3 grados en la escala Richter, lo que no es nada despreciable. En Melilla hubo graves desperfectos en los edificios y más de veinticinco lesionados. En nuestra ciudad, como el hecho tuvo lugar a las 5,25 de la madrugada, la mayoría dormíamos. Algunos lo sentimos y otros ni lo notaron, sobre todo si vivían en pisos más bajos. Yo pensé que tenía mareos y luego me di cuenta de la realidad, pero, como había acabado de moverse la cama, seguí durmiendo. Al día siguiente conocí los detalles del siniestro y recordé haber leído que, sobre todo en el sur de España, se producen más de 700 seísmos al año, lo que supone casi dos diarios; y también que estos, leves en general, movimientos tectónicos, este ajuste parcial de las placas, es la mejor garantía de que por el momento no habrá un gran terremoto, aunque nunca se sabe. Y pensaba que todas las miserias, quebrantos y malandanzas en que nos movemos los humanos, los desafueros, las pugnas, las zancadillas, los pleitos y las luchas, más o menos cruentas, que padecemos y hacemos sufrir al resto de las gentes, terminarían de forma drástica y fatal con un único eructo, diminuto, de la infinita inmensidad que nos rodea: del universo en fin; de todo él o de lo que hay bajo nuestros pies. Pero nosotros seguimos preocupados por estas pequeñas cosas, como si de ellas dependiera nuestra vida; y lo cierto es que a veces es así. También medité que una catástrofe de esas características arreglaría en un instante el problema de formar gobierno que tenemos en España.
Richerdios.