Otra vez, una más, han llegado como todos los años sin excepción, las Navidades; y con ellas el espíritu navideño y las pantagruélicas comidas y cenas y las desmesuradas bebidas en diferentes días señalados y otros que los amigos y familiares deciden acometer. Al fin quedamos ahítos de comer y beber, empachados y resacosos por un tiempo hasta que la cuesta de enero impone su ley económica y nos volvemos más morigerados. Siempre he pensado que la obligación de divertirse y ser feliz a fecha fija es una más de las incongruencias que los usos humanos han propiciado. No parece algo sensato tener que alegrarse determinados días, señalados por alguna festividad, cuando en multitud de momentos no está el ánimo predispuesto para ello, pero las costumbres lo han dictado así y es preciso someterse a las reglas sociales si no se quiere vivir aislado del resto. En estas, las Navidades, al menos se celebra para los creyentes un suceso inolvidable, pero en muchas otras ni siquiera hay una situación semejante, y el celebrar fiestas y alegrarse por obligación es una norma impuesta por las prácticas sociales que a veces nos aherrojan, oprimen y tiranizan mientras la procesión en muchas ocasiones va por dentro. RICHERDIOS