Vicente Almenara.- La teoría de la conspiración sobre los hombres lagarto que, supuestamente, viven entre nosotros es asumida por un número de personas difícil de precisar, como muchas otras que, desde un punto de vista científico mantienen teorías sin ningún viso de realidad, pero que ahí están.
No es un fenómeno que haya nacido con la pandemia o la presidencia de Trump en los EEUU de Norteamérica, los conspiranoicos -por cierto, palabra aún no admitida en el diccionario de la RAE pero a la que espera un gran futuro- han existido durante toda la historia de la Humanidad, solo que ahora tienen más medios y de mayor alcance para expresar sus teorías.
Según Allan Schwartz, autor de Paranoias y teorías de la conspiración, “si los individualistas sienten que su independencia está amenazada, buscan fuerzas oscuras que amenazan con robarles su libertad”. En general, los conspiracionistas tienen tendencias autoritarias y necesitan ejercer el control sobre los acontecimientos y aceptar también las teorías que conectan sus planteamientos sin explicaciones, según el psicólogo Jack Saul, experto en Salud Mental en las universidades de Columbia y Nueva York. “Estas teorías eliminan las incertidumbres que no pueden tolerar. La gente busca esa clase de coherencia para dar sentido a una realidad confusa”, explica el científico.
Las teorías conspirativas pueden contarse por centenares o miles, depende del baremo que utilicemos, pero quizá las relativas al asesinato del presidente Kennedy, o los primeros pasos del hombre en la Luna y el 11-S (que el gobierno norteamericano habría consentido) o la muerte de Lady Di, sean de las más divulgadas.
Para el profesor emérito de Sociología de la Universidad de Rutgers (EEUU) Ted Goertzel, especialista en el asunto que tratamos “un gran factor en la Revolución Americana fue creer en una conspiración de los británicos para esclavizar a los americanos y de la Iglesia de Inglaterra para suprimir el protestantismo». El experto considera que «los medios sociales hacen que promover estas teorías sea mucho más fácil».
Puede afirmarse que para un conspiranoico que no existan pruebas tangibles de la conspiración de que se trate es, precisamente, la gran evidencia de que hay quienes ocultan la verdad. Claro, si a esto le sumamos que, efectivamente, en el mundo se ocultan secretos de Estado y, a veces, se descubren, como fue el caso WikiLeaks, o los fraudes de los motores Wolkswagen, pues ya podemos pensar que todo es así, una cadena de conspiraciones o una gran conspiración, como se prefiera. El hecho de que haya conspiraciones en la realidad se utiliza para validar conspiraciones hipotéticas sin pasarlas por ningún filtro mínimamente crítico. Pero un conspiranoide no reconocerá jamás que lo es y que sus teorías no tienen fundamento alguno, porque sería tanto como cuestionarse a sí mismo y quedarse sin asideros vitales.
El historiador y escritor Yuval Noah Harari se refiere a la teoría general de la Camarilla Mundial que dirige el mundo. Este profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén se refiere a una encuesta reciente realizada a 26.000 personas en 25 países en la que se les preguntó a los encuestados si creían en “un solo grupo de personas que, en secreto, controlan sucesos y gobiernan juntas el mundo”. Un 37 por ciento de los estadounidenses respondió que es “definitiva o probablemente verdad”, lo mismo dijo el 45 por ciento de los italianos, el 55 por ciento de los españoles y el 78 por ciento de los nigerianos.
Pero hay teorías muchísimo más peligrosas. ¿O es que el nazismo no fue una teoría de la Camarilla Mundial basada en una mentira antisemita? Lean los Protocolos de los Sabios de Sion, por favor.
Quienes compongan la Camarilla Mundial es lo de menos, se trata del concepto. Hay quienes creen, dice Harari, que el mundo está comandado por los masones, los satanistas dicen otros, los extraterrestres, los reptilianos…
¿Y el desarrollo de la tecnología 5G? Pues estamos en presencia de otra conspiración. Pero es que las teorías de las conspiraciones me abren los misterios del mundo y adquiero un conocimiento que mis semejantes no poseen y eso me da poder por dentro y por fuera. Estas teorías nos hacen más inteligentes, perspicaces y cultos que nuestros vecinos y nos eleva por encima de nuestra condición real, alcanzando así lo que políticos, magnates y periodistas quieren ocultar. Pero hay un error de base, y es que no es nada fácil manipular el mundo y a casi 8.000 millones de personas, no, hasta ahora no ha sucedido.
Pensemos por un momento que EEUU se enfrentó, como todos sabemos, al Irak de Sadam Hussein. Su régimen cayó, los EEUU prácticamente se han ido del país y no controlan las reservas petroleras del aquel territorio, entonces… ¿el ex presidente Bush y Rumsfeld, el secretario de Defensa de entonces, eran espías iraníes encubiertos en una conspiración que ideó Irán porque ha sido el país más beneficiado en la zona? Con estos “argumentos” se puede llegar a cualquier conclusión que usted quiera.
Pero sí hay conspiraciones ciertas y demostradas documentalmente, por ejemplo que la URSS conspiró para exportar la revolución a todo el mundo, o que probablemente en tu empresa un compañero de trabajo conspira contra ti para ascender él y no tú. De ahí a que la pandemia está producida por un “coronacuento”…
Algunos de los “argumentos” que utilizan ahora los negacionistas -una variedad de las teorías de la conspiración- es que la llamada “nueva normalidad” es un gigantesco proyecto de ingeniería social para terminar de controlarnos a los humanos un grupo todopoderoso con la excusa del Covid-19, negando que las vacunas -no hay que darle armas al enemigo- supongan un arma efectiva de la medicina contra la enfermedad, sino más bien la herramienta que nos inocula la dependencia. Además, si no piensas como ellos, estás contra ellos y te pagan los malos o formas parte del Mal.
La falta de referencias bibliográficas científicas en los textos de quienes escriben acerca de estas teorías no se justifica, y si alguna se usa se magnifica descalificando cualquier otra que se le oponga. Así, si se cita un científico -que los hay, que apoyan sus extravagantes teorías- se dice de él que es “prestigioso”, pero el mismo calificativo no se le reconocerá a los millones de profesionales que pueblan los distintos campos de la ciencia y que no comparten sus ideas.
Vaya por delante que entre los conspiracionistas hay muchísimas personas de buena fe y guiados por el noble afán de liberar a la Humanidad, o a sus seres más queridos en una menor escala, de algún supuesto peligro o mal. Por supuesto, también los hay canallas que quieren lucrarse de sus conciudadanos, locos peligrosos y entretenidos en estas prácticas porque les procuran placer. Como entre los seguidores de la ciencia y del sentido común y la lógica los hay malvados. No es este un campo de buenos y malos, sino de verdades y aproximaciones a la verdad, arropadas por los conocimientos científicos del momento, y mentiras.
Por supuesto, las cifras oficiales se cuestionarán y si, en algún caso, no se hace será para apoyarse en ellas con el fin de, retorciéndolas, validar los presupuestos que se están utilizando, porque estas dos posiciones coexisten de hecho. Pero, sin duda, la pauta más seguida por los conspiranoicos es la de rechazar todo aquello que se opone a sus visiones y, a su vez, aceptar aquello que hace que, supuestamente, cuadren sus análisis.
También es harto frecuente encontrarse que el caso que expone el conspiracionista es el mayor secreto desvelado, o es de proporciones nunca vistas, o representa la madre de todas las calamidades, o… siempre se magnifica porque él, el propagandista de la idea, la vive con una intensidad mayúscula.
También nos encontramos, porque a poderosos intereses ocultos se refieren, que se citan participaciones de tal o cual individuo –Bill Gates o Georges Soros, da igual quien, los Rockefeller también valen- en este o aquel conglomerado empresarial y de medios de comunicación -los otros grandes cómplices- aunque tengan una parte del capital insignificante, caso de que la tengan, pero solo se citará aquella que sea significativa, no se van a tirar piedras a su propio tejado visualizando cifras de pequeños accionistas.
Por otra parte, no está de más achacar afirmaciones o declaraciones del enemigo que nunca tuvieron lugar, apócrifas, pero que ayudan en el propósito general de convencer al público. Con las vacunas -y los antivacunas son de los conspiracionistas más peligrosos por los terribles efectos de sus tesis sobre la población, exponiéndola a la enfermedad en curso- una técnica que utilizan los fantasiosos es la de predecir los peligros que se derivarán de dicha vacuna -como si fuésemos cobayas de laboratorio-, y como si no hubiera habido otras que también tuvieron su primera vez, confirmándose después y desde entonces los efectos benéficos sobre la salud pública.
Pero en toda conspiración no pueden faltar los beneficios de los que están detrás de lo que se denuncia. Beneficios económicos, claro, políticos, de poder… aunque no se haga otra cosa que especular. Por supuesto, se le niega la condición de filántropo -aunque lo sea materialmente por sus donaciones, por ejemplo- porque milita en el campo enemigo, caso de Gates. Lo mismo que hizo Podemos con Amancio Ortega, despreciando su valiosa tecnología médica regalada a los hospitales públicos. La bondad y la filantropía, entre otras muchas virtudes, solo pueden darse en las filas del bien que yo represento, entre las víctimas de los malvados.
Así, entre tanto mecanismo oculto o público, o los dos, el ciudadano viene a convertirse en un ser acrítico y víctima de las invisibles telas de araña con que los magnates nos envuelven, desposeyéndonos de la capacidad de pensar, menos, eso sí, a quien propala esta sarta de mentiras, que ha podido sustraerse a tiempo de la droga universal que entontece al universo mundo.
«Para muchos, promover teorías de la conspiración es un hobby», dice Goertzel. Lo cierto es que algunas personas se centran en casos concretos que les afectan personalmente; «por ejemplo, alguien con un hijo con autismo puede creer en una conspiración de los fabricantes de vacunas», lo que les proporciona «alguien a quien culpar e incluso a quien demandar». Otros se orientan a la tendencia general de creer en tramas ocultas. «Tienden a ser personas muy inteligentes que sienten que sus capacidades no han sido adecuadamente reconocidas y que se enorgullecen de encontrar fallos en los razonamientos de otros», expresa Goertzel.
El neuropsicólogo de la Universidad de Friburgo (Suiza), Sebastián Diéguez, enumeró a El Huffington Post algunas señas de identidad de los individuos conspiranoicos: «Ansiedad, falta de control sobre la propia vida, extremismo político, pesimismo, tendencias paranoides subclínicas, sesgos de razonamiento, escasa confianza en la ciencia y las autoridades, y un vínculo con otras creencias marginales como las paranormales». Y alerta, «los foros, blogs y comentarios de los creyentes en las teorías de la conspiración a menudo invocan irónicamente el papel del azar en los acontecimientos mundiales», y añade Diéguez: «Suelen decir cosas como ¡qué casualidad!». Esta tendencia a encontrar «patrones entre el ruido», dice el neuropsicólogo, ha llevado a los investigadores del fenómeno conspiranoico a asumir que los creyentes comparten la idea de que nada ocurre por accidente.
En este punto, nos encontramos una interesante hipótesis, que la tendencia conspiranoica no es el resultado de un impulso inconsciente irresistible, sino que «parece ser de naturaleza más ideológica que psicológica». Por ejemplo, las personas de posturas conservadoras extremas tenderán a creer que el cambio climático es una patraña orquestada para demoler el sistema capitalista, mientras que aquellos en el otro extremo del arco político defenderán que existe un complot de las corporaciones y los gobiernos para tapar los perjuicios de los cultivos transgénicos. El «¡qué casualidad!» sería simplemente una excusa, pura retórica.
«Me he dado cuenta, como otros colegas, de que estudiar científicamente las teorías de la conspiración provoca una fuerte suspicacia entre los creyentes en ellas», observa el neuropsicólogo. «Después de todo, somos parte del establishment, nos paga el gobierno y a veces recibimos fondos privados…”.
Pero Diéguez, que es un científico y no un poseso de la verdad, dispara también en otras direcciones, al perfil psicológico de quienes descartan por completo la existencia de tramas secretas: «¿Por qué rechazan las teorías de la conspiración? ¿Acaso confían ciegamente en las autoridades y en los medios?», se pregunta con mucha razón. Y es que se puede, y se debe, disentir de los antivacunas o de quienes creen en un complot internacional con el Covid-19 como señuelo y, sin embargo, admitir sin ningún pesar que hay y ha habido y habrá otras conspiraciones y que éstas se han valido de algunos medios de comunicación.
Los antivacunas acusan a las empresas farmacéuticas de poner en peligro la salud de sus hijos, inyectándoles un fármaco que, lejos de prevenir enfermedades, les podría convertir en autistas. Esta forma de pensar sí que es anómala y peligrosa. Pero también es verdad que la CIA desarrolló en los años sesenta psicodélicos para condicionar mentalmente (el programa MK-Ultra), o que las compañías de tabacos desembolsaron ingentes cantidades de fondos para contrarrestar las evidencias científicas de lo nocivo que es el tabaco, o…
En el fondo, los conspiranoicos actúan como algunas fuerzas políticas, los nazis, los fascistas y los comunistas, negando la realidad y anteponiendo sus visiones apocalípticas y utópicas.
En el análisis más extenso que se haya hecho hasta la fecha de la gente que tiende a creer en conspiraciones, un equipo de investigación de Atlanta esbozó varios perfiles de personalidad. Uno es muy conocido: el recogedor de injusticias, impulsivo y arrogante, que está ansioso por exponer la ingenuidad de todo el mundo, menos la de él o ella. Otro es menos visible, una figura más solitaria y nerviosa, indiferente y malhumorada, tal vez incluye a muchas personas que son de edad avanzada y viven solas. El análisis también encontró, en los extremos, un elemento de patología verdadera, un “trastorno de la personalidad”.
Estas teorías de las que tratamos ofrecen una especie de contrapeso psicológico, una sensación de control, una narrativa interna para encontrarle sentido a un mundo que para algunos parece no tenerlo.
En realidad, estamos en una tormenta perfecta, porque estas teorías están dirigidas a quienes tienen miedo de enfermar y morir o infectar a alguien más, ha explicado Gordon Pennycook, científico conductual de la escuela de negocios de la Universidad de Regina, en Saskatchewan (Canadá).
Entre los rasgos de la personalidad que estuvieron muy relacionados con las creencias conspirativas hubo algunos sospechosos comunes: la presuntuosidad, la impulsividad egocéntrica, la ausencia de compasión (el recolector de injusticias con exceso de confianza), los niveles elevados de estados depresivos y ansiedad (el tipo malhumorado, confinado por las circunstancias o por su edad). Del cuestionario dedicado a evaluar los trastornos de personalidad surgió otro rasgo: un patrón de pensamiento llamado “psicoticismo”.
El psicoticismo es un rasgo fundamental del llamado trastorno esquizotípico de la personalidad, que se caracteriza, en parte, por “creencias extrañas y pensamiento mágico”, e “ideas paranoicas”. En el lenguaje de la psiquiatría, es una forma más tenue de una psicosis en estado avanzado, que tiene las alucinaciones recurrentes características de la esquizofrenia. Es un patrón de pensamiento mágico que va mucho más allá de la superstición común y corriente, y en términos sociales la persona suele dar la impresión de ser incoherente, rara o “distinta”.
Según Pennycook, conviene saber que cuando las personas están consternadas es mucho más fácil que promuevan teorías sin investigar mucho sus fuentes, si es que llegan a indagar algo. Lo que resulta tener mucho sentido hoy.
Más de uno de cada tres estadounidenses cree que el gobierno chino diseñó el coronavirus como un arma, y otra tercera parte está convencida de que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades han exagerado la amenaza de la COVID-19 para socavar al presidente Donald Trump[1].
No hay por qué ocultar que en los extremos, las teorías conspiratorias tienen caníbales y pedófilos satánicos, y algo tiene que ver con esto la secta QAnon presente en internet; personas lagarto, disfrazadas de líderes empresariales y famosos y, ahora, en tiempos de pandemia, científicos comprados y corporaciones mundialistas que quieren someternos a los más oscuros propósitos que podamos imaginar. Como se lee en algunas pegatinas fijadas en ciertos automóviles: “Si no crees que hay alguien conspirando en tu contra, no estás prestando atención”. Y no lo dice Miguel Bosé en una de sus canciones.
[1] Conspiracy theories as barriers to controlling the spread of COVID-19 in the U.S.– Social Science & Medicine.- Volume 263, October 2020.