La llamada “corrección política” empezó siendo un conjunto de normas bastante ñoñas para el uso del lenguaje. Unas normas que la izquierda política pretendía imponer al conjunto de los ciudadanos para evitar ofensas a ciertas supuestas minorías oprimidas. Pero, en realidad, enseguida resultó evidente que esas normas implicaban la aceptación de ciertos dogmas morales, de cierta ideología, de cierta ortodoxia. Ya saben, en buena medida, el lenguaje que usamos limita nuestro pensamiento.
Hoy en día, basta con escuchar las declaraciones mediáticas de nuestros cargos públicos para darnos cuenta de que, gracias a sus machacones mensajes y al sistemático linchamiento moral de quien los contradiga, los dogmas de la corrección política se van adueñando de cada vez más instituciones y espacios culturales. Además, cada día que pasa, más ciudadanos de a pie revisan la corrección política de sus opiniones antes de atreverse a expresarlas, asumiendo así, consciente o inconscientemente, la autocensura. Ante semejante situación, a mi entender peligrosa para la supervivencia de la libertad de expresión vigente en las democracias liberales, parece aconsejable hacer algunas reflexiones acerca de los distintos frentes en los que esa corrección política actúa y, sobre todo, acerca de los métodos que utiliza.
En lo que a los frentes en que la corrección política actúa se refiere, creo que podemos señalar tres principales: el feminismo de género, el ecologismo radical y la revisión de la Historia en base a criterios morales ajenos a los vigentes en la época sometida a dicha revisión.
En cuanto a los métodos que la corrección política utiliza para imponerse en los tres frentes citados, es fácil reconocer en ellos una característica común: su intención de que todo receptor de sus mensajes se sienta culpable por permitir sin rebelarse ciertas intolerables calamidades que supuestamente afligen a la sociedad. Calamidades que son en parte reales, aunque, como pretendo mostrar en posteriores artículos, mayormente imaginarias. Así, quien rechace los dogmas de la ideología de género será inmediatamente acusado de machismo y de complicidad con los violadores, el que ponga en duda las espantosas consecuencias del supuesto calentamiento global cargará al instante con el oprobioso título de negacionista, y todo individuo que ose defender el papel de la cultura occidental —no digamos ya de la española— en el desarrollo de la humanidad se verá despreciado como un consentidor de los más abyectos excesos del colonialismo. Nada nuevo, por otra parte. Tratar de inocular sentimientos de culpa, de inseguridad o de inferioridad moral a los receptores de sus mensajes para debilitar sus convicciones es una acreditada técnica que han utilizado sistemáticamente todas las sectas que en el mundo han sido, con el fin de imponer sus dogmas al prójimo y ganar adeptos. Intentar minar la estabilidad emocional de los demás desde una supuesta superioridad moral no solo es eficaz, es que es lo único que se puede hacer para imponer una ideología cuando se carece de argumentos racionales basados en datos comprobables. Por esa razón, los adalides de la corrección política prefieren basar sus tesis en medias verdades que ocultan enormes mentiras.
Otro usual método sectario de los políticamente correctos es el exhibicionismo moral. A estos modernos fariseos les encanta rasgarse las vestiduras en público para poner de manifiesto su ejemplaridad y su exquisita sensibilidad ética. Los problemas sociales que los indignan son siempre de una excepcional importancia moral. Sin embargo, se guardan muy mucho de cuantificarlos estadísticamente, no sea que se note su carácter residual. Reducir a niveles aceptables la incidencia de un problema que afecta a un porcentaje elevado de ciudadanos puede ser difícil, pero siempre se podrá lograr estudiándolo detenidamente y asignando con inteligencia los recursos adecuados; reducir a cero los casos de un problema que afecta a pocos ciudadanos es sencillamente imposible, aun asignando recursos ilimitados. Por otra parte, simplifican esos supuestamente gravísimos problemas sociales que tanto dicen preocuparles hasta despojarlos de matices, para así convertirlos en pueriles historietas de buenos y malos en las que ellos se presentan como luminosos paladines portadores de las más inmaculadas intenciones —cosa que a ellos les sale completamente gratis— frente al mal absoluto representado por quienes sí pretenden tomarse la molestia de aquilatar la magnitud del problema y evaluar los pros y los contras inherentes a cualquier intento racional de solución. Es decir, que la corrección política intenta hacernos olvidar que los recursos son siempre limitados y que su adjudicación ha de ser proporcional a la extensión y gravedad de los problemas. Claro que eso tiene para ellos una gran ventaja: les permite reclamar fondos públicos ilimitados al margen de la eficacia que muestren las soluciones por ellos propuestas.
Así pues, basta una reflexión tan apresurada y somera como la del presente artículo para poner de manifiesto que el turbio conglomerado de partidos y organizaciones que promueven la corrección política parecen funcionar con métodos sectarios. Unos métodos sectarios gracias a los que, mediante la Ley Celáa, se acabará de introducir uno de los pilares de la corrección política en el sistema de enseñanza como parte del curriculum: la ideología de género. Lo que tampoco es de extrañar, ya que nuestro sistema de enseñanza lleva treinta años siendo parasitado por otro colectivo también señalado en su día como experto en el uso de métodos sectarios: los defensores de la autodenominada “Pedagogía progresista”, que desde su desembarco en la enseñanza con la funesta LOGSE han ido allanando el camino para ese desafuero con métodos sospechosamente similares a los utilizados por los políticamente correctos. (Véase “La secta pedagógica”, de Mercedes Ruiz Paz. Ed. Unisón, 2003).
Con estas excesivamente apresuradas reflexiones he intentado tan solo poner de manifiesto lo perverso de los métodos con que se blindan las tesis sostenidas por la corrección política; en posteriores artículos intentaré mostrar lo fácil que resulta echar abajo esas tesis recurriendo a datos básicos y a una lógica elemental. Eso, claro, si uno es capaz de resistirse a los sentimientos de culpa, inferioridad e incomodidad que sus infecciosos métodos sectarios pretenden estimular en los ciudadanos y a los linchamientos morales que siguen indefectiblemente a cualquier tentativa de crítica racional.