Ricardo Hernández Diosdado
Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales. Ex Profesor de la UMA
Se está celebrando este año el 50 aniversario de la creación de la Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales de Málaga, dependiente de la Universidad de Granada, con diversos actos y exposiciones conmemorativas en calle Larios y otros lugares. Son eventos muy oportunos, pues la instauración de esa Facultad, u otra semejante, era algo reclamado por esta ciudad, postergada, en tal aspecto y otros varios más, durante demasiado tiempo. Me uno, como alumno que inauguró ese centro universitario y como ciudadano de Málaga, a conmemoraciones tan apropiadas.
Pero también, y como testigo de excepción, quiero relatar algo que ensombrece un tanto la trayectoria de la Facultad, y no por culpa, estimo, de sus responsables directos. Mucha gente sabe –otra no- que el edificio del Ejido, que albergaba la Facultad, hubo de ser derribado a los pocos años de su construcción, concretamente en el 78. Menos aún son los que conocen las causas. Ya por el año 68, a poco de terminarse y ocuparlo los que habíamos iniciado la carrera en el Palacio de la Alameda, el decano, el catedrático Dr. García Barbancho, denunciaba en páginas de Sur los movimientos en la estructura que se detectaban y originaban cierta alarma, pero entonces aún no se sabía el motivo. Años después el problema, que iba agravándose, devino ya insostenible.
Por los años 77-78 era yo profesor y secretario de la Facultad, y decano el catedrático Dr. Requena Rodríguez. Los temblores en la estructura se volvieron tan frecuentes que creaban la lógica alarma entre los que ocupábamos el edificio. Recuerdo mientras daba clase ver al arquitecto Sr. Morillas, uno de los autores del proyecto, realizando catas con operarios para descubrir cuál era el problema. Él, con el arquitecto Sr. Jáuregui, ambos pertenecientes a la nómina del Ayuntamiento, habían elaborado los planos y detalles de la construcción y firmado el proyecto. Ignoro quienes fueron los aparejadores. La empresa adjudicataria fue Vita, que suspendió pagos, o quebró, antes de finalizar la obra, que terminaría otra empresa. Pero esta no podía, pienso, saber lo que luego se conocería en un informe que encargó el decano, Dr. Requena, al Instituto Torroja, y que yo custodiaba en mi despacho de secretario y nadie, salvo nosotros, conocía para que no cundiera la alarma, pues en él se decía que la cimentación según proyecto debería haber tenido catorce metros de profundidad, por estar construido el edificio en terrenos de relleno, y solo tenía cuatro. El estado de ruina era inminente y debía ser desalojado al final de curso para el que faltaban escasas semanas.
Era evidente que había habido una dejación de funciones en la vigilancia de la construcción por los responsables del proyecto, o tal vez, pensando mal ahora que “gozamos” de múltiples casos semejantes, de uno de corrupción en la adjudicación de la obra. Me inclino a esto último: parece lo más probable, pues no se entiende que los aparejadores y arquitectos no se personaran, como era su obligación, en especial en el proceso de cimentación. El caso era que el edifico se caía sin remedio y era preciso, antes de que eso ocurriera, derruirlo, como así sucedió terminado el curso y cuando ya el decano había procurado la instalación de barracones por el Ministerio, a poca distancia, para iniciar el nuevo; y en los que nos mantuvimos por varios años, a pesar de no ser lo previsto.
Estos fueron los hechos y cada cual puede sacar las conclusiones que le perezcan o que estime más probables.
Pero no quiero cerrar esta colaboración sin contar alguna anécdota curiosa de las muchas que sucedieron en aquel grave y desagradable asunto, que tuvo su lado patético, al lado, como siempre sucede, de detalles humorísticos.
Era la época de la transición y la efervescencia política resultaba notable. El departamento de actividades culturales del alumnado organizaba conferencias de destacados dirigentes, más o menos en la clandestinidad. Acudió el Sr. Fraga y. por el interés y afluencia de asistentes, se ocupó el Paraninfo; y más aún con la charla sobre cuestiones laborales –aún no estaban autorizados los mítines- del abogado laboralista Don Felipe González. En este acto se duplicó la concurrencia que abarrotaba el recinto, en cuyo sótano se podía ver, por los escasos que allí teníamos acceso, una raja de cinco centímetros de anchura, de un lado a otro de un espacio con capacidad para unas quinientas personas y que ahora soportaba casi mil, colocados entre las escalinatas y rodeando la presidencia sentados o de pie. Aun así, todo fue normal hasta el turno de preguntas, que ya devino en mitin. Y más cuando invadió el recinto una manifestación improvisada, que agitaba banderas, cantaba “La Internacional” y gritaba la consigna en boga: “Amnistía”, “Libertad”. Aquello de milagro no acabó en un hundimiento que se hubiera llevado muchas vidas por delante, incluida acaso la del conferenciante y variando así la Historia de España.
Años después, la Junta de Facultad decidió que el nuevo edificio, el hoy existente, se volviera a edificar allí mismo y no en el campus de Teatinos que ya era una realidad. La votación a favor fue casi unánime. El único voto en contra fue el del que esto escribe -y así consta en el acta-, que era a la sazón uno de los representantes del profesorado. Mi opinión, que sostuve vehementemente y que pedí acompañara a mi voto en contra, era que constituía una falta de visión de futuro estar alejados del centro neurálgico universitario y de sus principales instalaciones. La razón que pudiera asistirme no me corresponde a mí determinarla.