Aunque no soy dado a rastrear precursores ni influencias de unos literatos en otros, no me puedo resistir a poner por escrito este hallazgo que la suerte me ha brindado. Humildemente, creo haber descubierto de dónde sacó Borges la idea central de su “Funes el memorioso”. Tal descubrimiento, suponiendo que lo sea, no tiene mayor mérito; se trata ni más ni menos que de un hallazgo casual y, además, muy posiblemente no sea yo el primero en hacerlo. Pese a ello, espero que la sorpresa y el agrado que ese descubrimiento me produjeron puedan ser compartidos por otros devotos de Borges y de Mark Twain, pues es precisamente en una obra de este último donde creo haber encontrado el origen del cuento borgeano.
Tal vez no sea innecesario recordar que Borges era lector y admirador de la obra de Marck Twain y que, con toda probabilidad, conocía el pequeño volumen al que me refiero.
Mark Twain llegó a ser en su juventud piloto de vapor fluvial; de hecho, de esos felices tiempos juveniles extrajo el pseudónimo con que firmaría toda su obra, y que no es sino el grito con que los sondadores anunciaban una profundidad de dos brazas. En su libro “Viejos tiempos en el Mississippí” cuenta detalladamente, con su habitual sentido del humor, el durísimo aprendizaje que la obtención de ese título requería.
La primera tarea que el logro del anhelado título de piloto exigía del aprendiz era la memorización de la topografía de las 1300 millas de riberas entre San Luis y Nueva Orleans con una precisión enloquecedora: no se trataba meramente de retener en la memoria la forma general del cauce, sus curvas, sus islas y sus bajos, sino que era preciso conocer cada roca, cada árbol, cada construcción y cada montículo a lo largo de esa desmesurada longitud, pues todas esas referencias eran indispensables para salvar con seguridad los muchos obstáculos sumergidos. Dicho así, ya resulta una hazaña inasequible para un desmemoriado como el que esto firma, pero hay mucho más.
Cuando el exhausto neófito lograba finalmente, tras muchos viajes a lo largo del río, recordar e identificar cada detalle, tanto visto navegando río arriba como a favor de la corriente, a babor y a estribor, de día y de noche, el piloto veterano que lo instruía le hacía ver que todas esas innumerables marcas se veían de forma cambiante según el barco se aproximaba a ellas, y que de nada valían si no se estaba en condiciones de decidir qué aspecto de cada una de ellas determinaba el instante preciso en que era necesario un cambio de rumbo para sortear un obstáculo invisible. Así pues, para desesperación del aprendiz, el apabullante catálogo de datos que tanto esfuerzo le había costado memorizar se revelaba ahora como el mero índice de las interminables listas que debía retener minuciosamente en su caletre.
Pero tampoco la completa asimilación de ese dilatado transcurrir de las riberas era el fin del suplicio. Cuando el abrumado candidato a piloto conseguía por fin almacenar en su cerebro todas las cadencias bajo las que se veía cada marca, en uno y otro sentido, el instructor le hacía notar que su esfuerzo de nada le valdría si no recordaba también con exactitud la profundidad que los sondadores habían cantado al pasar por cada sitio en el anterior viaje, ya que los fondos del río cambian constantemente y sólo un seguimiento preciso de su evolución permite conocer hacia dónde se van desplazando los bajos. Es decir, que no sólo era imprescindible asignar una profundidad a cada marca bajo cada uno de sus aspectos, sino que había que modificar ese valor en cada viaje.
Si el atribulado aspirante superaba este reto, lo hacía tan sólo para enfrentar otros nuevos, que requerían, además de añadidos esfuerzos de retentiva, también del uso de otras facultades. Pero, en fin, baste lo que va contado para situarnos ante la anécdota en que creo ver el origen de “Funes el memorioso”.
En cierto momento, al aprendiz de piloto Samuel Langhorne Clemens, su instructor lo deja a cargo de otro veterano, un tal Brown, mientras él se va a trabajar al río Missuri. Ese otro piloto hace gala de una memoria tan prodigiosa… que lo incapacita para completar cualquier relato. Sus intentos de referir un chascarrillo se pierden inevitablemente en una selva de digresiones, repleta de minucias tan precisas como irrelevantes para el propósito inicial. A Brown, paradójicamente, su ecuménica memoria le veta la narración eficaz de todo recuerdo. Mark Twain nos dice con sencillez que una memoria semejante constituye una gran desgracia, ya que impide a su poseedor distinguir lo importante de lo que no lo es, y acto seguido pasa a describir las otras cualidades que debe tener un piloto fluvial además de una extraordinaria memoria: capacidad de juicios y decisiones rápidas, frialdad incluso en situaciones de peligro, etcétera.
Borges, como no podía ser de otra manera, extrapola esta anécdota profesional hasta llevarla a los vertiginosos territorios de la metafísica y de la mística. A Ireneo Funes, tosco peón de una estancia perdida en los vastos campos de Argentina, una caída del caballo lo deja tullido al tiempo que obra una curiosa maravilla en el funcionamiento de su cerebro: pasa a disfrutar (o a padecer) una percepción y una memoria absolutas. Funes, de un vistazo, percibe no sólo los objetos más relevantes que hay ante él, sino hasta los más ínfimos detalles de lo que se ofrece a sus ojos. Unos detalles que permanecerán ya para siempre en el archivo implacable de su memoria.
El cuento, como la mayoría de los de Borges, es breve e intenso; apenas dedica un par de páginas a explorar algunas de las febriles consecuencias de semejante funcionamiento mental. Sin embargo, ya casi al final, su autor deja escrito: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. Una conclusión, en suma, similar a la que Marck Twain saca del funcionamiento mental del piloto Brown.
No sé si al paciente lector le habrán parecido suficientes las endebles razones en que sustento mi conjetura, pero si, como yo mismo, ha gozado leyendo a los dos autores que aquí relaciono, confío en que este pequeño fruto de mi admiración por ellos haya despertado también en su mente un eco de agrado.