Una de las hipótesis más plausibles para explicar por qué los homo sapiens fueron capaces de desplazar de Europa a los neandertales es que su especialización por sexos era mayor. A juzgar por los diferentes porcentajes de fracturas óseas de las hembras de una y otra subespecie, parece que las hembras neandertal acompañaban a los machos en sus cacerías, compartiendo los altos riesgos de esa actividad, mientras que las sapiens se dedicaban preferentemente a la recolección y al cuidado de la prole. Esa mayor especialización por sexos de los sapiens habría sido un factor determinante para su triunfo en la competencia con los neandertales por el territorio europeo. Un territorio con un clima al que, en principio, los neandertales estaban anatómicamente mejor adaptados. Es decir, que la especialización por sexos se habría mostrado culturalmente superior al igualitarismo.
Veintitantos mil años más tarde, una vez consolidada la transición neolítica, las poblaciones asentadas de sapiens comenzaron a competir entre sí por los recursos. Una competencia que fue violenta en muchos casos, según se aprecia en los yacimientos arqueológicos. Es razonable suponer que la victoria en esas primitivas guerras entre aldeas dependería de diversos factores, pero que podrían resumirse en uno: la mayor o menor capacidad de incrementar el número de habitantes de cada aldea. Aquellas aldeas que lograsen un mayor crecimiento demográfico no solo adquirían ventaja numérica para el combate, sino también motivos añadidos para ir a la guerra. Cuando la población de una aldea se aproximaba al máximo que su economía era capaz de alimentar, la tentación de atacar a los vecinos de la aldea más próxima para quedarse con sus tierras y sus rebaños se hacía más intensa. La diferente eficacia de las diversas estrategias de organización social, solo parcialmente conscientes, adoptadas por los diversos asentamientos era en buena medida la clave que determinaba cuáles sobrevivían.
Esas estrategias partían de dos hechos evidentes: la superior fuerza física de los varones y la mayor vulnerabilidad de las mujeres (especialmente durante los embarazos) y los niños. El primero aconsejaba encomendar a los varones las actividades guerreras. El segundo señalaba la necesidad de proteger a las que garantizaban el crecimiento demográfico. Ambas cosas podían implementarse mediante diferentes modos de organización social, pero solo aquellas sociedades que mejor rendimiento alcanzaban en ese doble objetivo sobrevivían en su competición con las vecinas.
En aquellos lejanos tiempos de excepcional dureza, los asentamientos tenían apenas unos cuantos centenares de habitantes, así que no parece razonable suponer que a ninguno de ellos, ya fuera hombre o mujer, se le escapase la importancia de repartir los trabajos entre los sexos con criterio. Tampoco parece muy sensato pensar que precisamente las aldeas que menos tuvieran en cuenta los intereses femeninos fueran las que salieran victoriosas, porque tener a la mitad de la población abiertamente en contra de las decisiones colectivas no aportaba estabilidad, sino todo lo contrario. Especialmente, si esa mitad era la que se quedaba en la aldea, convertida en mayoría abrumadora, cuando el grueso de los varones marchaba a la guerra por períodos prolongados.
A lo largo de los siguientes milenios, con el incremento del tamaño de los asentamientos y la aparición de estructuras políticas cada vez mayores, se incrementó también la estratificación social. La élite política y religiosa adquirió cada vez más poder y privilegios a costa del pueblo llano, pero el principio de que los hombres se encargaran de la protección colectiva y las mujeres de las tareas más compatibles con los embarazos y el cuidado de la prole se mantuvo. No por capricho de los varones, sino porque cualquier alternativa suponía ser derrotados y exterminados o esclavizados por potencias rivales. Así, partiendo de ese principio básico, de un modo u otro, las sociedades humanas asignaron roles diferentes a hombres y mujeres, favoreciendo en general una mayor participación masculina en lo político y militar, pero garantizando a su vez una mayor protección legal a las mujeres.
Sin embargo, a lo largo de la historia, las implementaciones concretas de ese principio básico de supervivencia de las estructuras políticas humanas dieron lugar en ciertas sociedades a situaciones de claro abuso, produciéndose un sometimiento general de las mujeres, que es lo que actualmente ha dado en llamarse heteropatriarcado. En esas sociedades, la legislación no protege especialmente a las mujeres, sino que las despoja de derechos y libertades y las convierte en mayor o menor medida en una propiedad más de los varones. Al margen de cualquier consideración moral, la pregunta pertinente es: ¿ha demostrado históricamente esa aplicación exagerada o deformada del principio de especialización por sexos ser superior a otras estrategias más moderadas al respecto? La respuesta evidente es que no. Las naciones actuales en las que impera el heteropatriarcado están en general entre las más atrasadas del planeta. Por el contrario, las que en su día aceptaron plenamente la igualdad de derechos y libertades de hombres y mujeres ante la ley son las que actualmente disfrutan de los más elevados niveles de desarrollo económico, científico y humano.
La igualdad legal de ambos sexos es una innovación social revolucionaria y reciente, que se llevó a cabo de forma sorprendentemente pacífica en países con una tradición cultural determinada: la científica occidental, que surge de la Grecia clásica, de Roma, de la tradición judeocristiana y de la Ilustración. Fue la mentalidad científica occidental la que permitió el aprovechamiento de la energía del carbón, del petróleo y del núcleo atómico. Y fueron precisamente esas energías las que, por una parte, acabaron por convertir en prácticamente irrelevante la superior fuerza física de los varones, mientras por otra, redujeron radicalmente el número de horas que las mujeres dedicaban a multitud de tediosas tareas hogareñas, permitiéndoles desempeñar trabajos remunerados. Una revolución cultural que se asentó definitivamente gracias al desarrollo de anticonceptivos baratos y eficaces.
Sin embargo, todavía hoy, especialmente en esas sociedades en las que todos los individuos gozan de igualdad ante la ley y de libertades civiles, las estadísticas muestran que los hombres se ocupan preferentemente de los trabajos más duros y arriesgados o que requieren una mayor dedicación, mientras que las mujeres tienden a preferir los que parecen más compatibles con la vida familiar. No es en absoluto de extrañar ni hay nada de malo en ello; los seres humanos, como cualquier otra especie animal, tenemos unas ciertas tendencias estadísticamente diferenciadas según el sexo en base a nuestra historia evolutiva, tanto biológica como cultural. Lo que sí es peligroso y socialmente dañino es el caprichoso criterio ideológico de que todo ha de repartirse al 50% entre ambos sexos, que se empeña en imponer como dogma el actual feminismo identitario. Hombres y mujeres somos socios reproductivos y estamos evolutivamente construidos para complementarnos. Toda ideología que se empeñe en impedirlo va contra la naturaleza humana.