Que el proletariado desde inicios del siglo XIX naciera y se desarrollara totalmente al margen de la Iglesia, no es acertado. La sociedad europea de 1800 al 1870 era predominante rural, y la Iglesia no contaba entonces con un clero preparado y consciente de las necesidades de los obreros que se iban multiplicando desde el final de la primera revolución industrial y, sobre todo, en la segunda fase industrial desde 1880.
En 1840, surgió en Francia la Sociedad de San Francisco Javier y los católicos llevaban por vez primera a las cámaras legislativas el problema social. En Alemania, gracias al obispo de Maguncia, se publica “La cuestión obrera y el cristianismo”, donde se ponen los cimientos de la acción social católica.
Sin embargo, se originó y multiplicó un “triángulo maldito: fábrica, tugurio, taberna”, en el hábito de decenas de miles de obreros, que se fueron apartando de la vida parroquial cristiana y se apoderó de ellos una atrofia espiritual deprimente y oscura.
Así, masas ingentes de obreros que sufrían pésimas condiciones laborales y de vida de extrema penuria empezaron a apoyar cada vez más a los movimientos radicales rupturistas del socialismo, o del anarquismo violento, basados en el “odio social” o la “lucha de clases”, y vaciaron su vida de la presencia de Aquel que dio la vida por cada uno de ellos.
La dictadura del proletariado marxista en un Estado sin libertades y ateo se convirtió en una alternativa al Estado liberal que reprimía las manifestaciones y huelgas de obreros y bloqueaba sus demandas sociales, basando su poder en el capital económico y en la burguesía urbana y propietarios agrícolas.
La Iglesia Católica se vio enfrentada a serios problemas en el siglo XIX, perdiendo su poder e influencia en el mundo occidental, como, seguramente, jamás le había ocurrido nunca en decenas de siglos anteriores.
Existieron diversas amenazas o ataques en distintos ámbitos. En primer lugar, habría que citar la secularización de la sociedad tras un largo proceso iniciado siglos atrás, y que la Ilustración francesa aceleró de forma radical.
Con el nuevo siglo XIX el Estado fue asumiendo tareas antes casi monopolizadas por la Iglesia: asistencia social y educación. Así pues, una parte considerable del pueblo comenzó a considerar a la Iglesia como propio de las clases dirigentes o algo superfluo.
En relación con la secularización, hubo factores claves como son el desarrollo del liberalismo democrático, el socialismo marxista y el anarquismo que, de distintas formas atacaron el hecho religioso. Gran parte del proletariado acabó abrazando a fines del siglo XIX las nuevas ideologías materialistas y ateas.
El nacionalismo, fue otras de las ideologías con más fuerza del siglo XIX, influyó también en el auge del descreimiento religioso, especialmente en relación con la Iglesia Católica, al considerar que era un poder supranacional por encima de las obediencias al estado-nacional y que relativizaba el patriotismo.
Es importante destacar el conflicto entre la Santa Sede y el nuevo Estado italiano desde 1852, surgido de un largo proceso de unificación, con un papado que perdió todo su territorio y fue hecho prisionero en el Vaticano hasta 1929.
Los Estados católicos europeos y la Iglesia Católica intentaron llegar a acuerdos después del asentamiento de la revolución liberal con desigual resultado de convivencia.
El caso francés siempre fue complejo, dada su tendencia al laicismo, especialmente cuando triunfó la III República, y en la Alemania de Bismarck, con una política claramente anticatólica y que solamente pudo superarse gracias a las dotes diplomáticas de León XIII.
El desarrollo económico, propio de las dos fases de la revolución industrial, generó una época caracterizada por el triunfo de la tecnología, con una interminable lista de inventos y aplicaciones prácticas que fascinaron y se ofrecieron como unas maravillas más importantes que las que había suministrado tradicionalmente la religión católica.
La “fe en el progreso ilimitado” atacaba, también, principios religiosos. La ciencia había posibilitado este triunfo tecnológico, pero, sobre todo, se desarrolló en constante enfrentamiento con la religión, generando una hostilidad mutua.
En esta época asistimos al triunfo del positivismo, un sistema filosófico que solamente admitía el método experimental, negándose a aceptar toda verdad que no procediera de la observación directa del mundo sensible y de la experimentación, negando la existencia de un mundo trascendente.
En la década de 1870 ya se recogían noticias de las acciones que sociedades obreras belgas habían llevado a cabo junto a otras representaciones franco-germanas donde se comenzaban a plasmar el temprano ideario católico, su programa social, que pivotaba en tres principios básicos conservadores: orden social, trabajo y catolicismo. Algo que chocaría con los principios básicos internacionalistas obreros identificados en: justicia social, igualdad económica, superación del capitalismo y fin de la sociedad de clases.
En el último tercio del siglo XIX había crecido la desconfianza o el repudio hacia la religión: gran parte de los intelectuales y científicos, los profesores de universidad, así como un gran sector del periodismo y de la clase política.
En la época de las revoluciones liberales, el papa Gregorio XVI publicó la encíclica Mirari vos (1832) en la que defendía la validez de la alianza entre el altar y el trono contra el liberalismo y los derechos, especialmente, los de opinión, pensamiento y de prensa.
La Iglesia Católica encontró en León XIII un papa que realizó un gran esfuerzo para adaptar la institución a los profundos cambios políticos, económicos, sociales y culturales que ya no podían seguir siendo atacados sistemáticamente o ignorados. En 1891 se publicó la encíclica Rerum Novarum.
En esta encíclica se trazaron las líneas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, condenando los excesos del capitalismo, pero también la lucha de clases. La Iglesia defendía la existencia de la propiedad privada y rechazaba el socialismo porque lo consideraba erróneo y materialista.
La encíclica pretendía que se alcanzase la convivencia social a través de la justicia y la caridad como medios para solucionar los conflictos. El Estado debía garantizar los derechos de los más desfavorecidos, proteger el trabajo y promover una legislación social.
Lo más destacable inicialmente es el propio reconocimiento total del problema proletario que el capitalismo ha originado y él mismo conlleva. De este modo, el papel social de la Iglesia aparece como una suerte de árbitro que tiene el deber de dar una solución definitiva para poner fin al enfrentamiento cada vez mayor entre obreros y empresarios.
Desglosa lo que tiene que ser el catolicismo social, por cuanto la caridad y la limosna aparecen como las herramientas para la estabilidad de las clases desfavorecidas y de la sociedad en último término. En el mensaje se repite que se debe aceptar y practicar el papel intermediario de la religión católica, cuya consecuencia sería la mejora de la situación de la población humilde y trabajadora sin menoscabo de la acumulación de riqueza.
Para el Concilio Vaticano II, la dignidad del ser humano reside en haber sido creado a imagen y semejanza del Dios creador, para “gobernar al mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y todo cuanto en ella se contiene, y así orientar a Dios la propia persona y el universo entero” (GS, No. 34).
Pablo VI en su carta encíclica Populorum progressio (1967), en el número 22, refuerza esta idea. Esta doctrina será la base sobre la cual el papa Juan Pablo II desarrollará su reflexión sobre la cuestión ecológica.
San Juan Pablo II, en su carta encíclica Fides et ratio (1998) es consciente de que la teología moral, para estar de acuerdo a la verdad, y afrontar los diversos problemas de su competencia, ha de tener una visión unitaria y vinculada necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales” (FR, No. 98).
En la carta encíclica Evangelium vitae (1995) el papa Juan Pablo II, desde una reflexión bíblica, llama la atención sobre la necesidad de prestar una mayor atención a la cuestión ecológica desde el punto de vista ético del respeto a la vida:
“el hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (Gn. 2,15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras” (EV, No. 42).
El Papa Francisco, el 24 de mayo de 2015, aprobó la Encíclica “Laudatio Si, Sobre el cuidado de la casa común”, retomando las palabras de San Juan Pablo II: “Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe”.
El núcleo de la propuesta de la Encíclica es una ecología integral del ser humano con la realidad que lo rodea. El examen de conciencia individual deberá, así, incluir una nueva dimensión, considerando no sólo cómo se vive la comunión con Dios, con los otros y con uno mismo, sino también con la Naturaleza.