¿Quién no tiene un esqueleto en su armario? Gonzalo Guijarro - El Sol Digital
¿Quién no tiene un esqueleto en su armario? Gonzalo Guijarro

¿Quién no tiene un esqueleto en su armario? Gonzalo Guijarro

Entre las técnicas sectarias utilizadas por la corrección política para fomentar la inseguridad y los sentimientos de culpa entre sus posibles víctimas, para así mejor cautivarlas, destaca especialmente la sistemática condena de la tradición cultural occidental. Para la corrección política todos los males pasados de la humanidad fueron debidos a los excesos de Occidente. El colonialismo, el racismo, la esclavitud, el expolio, el supremacismo y el genocidio habrían sido, según ellos, prácticas exclusivamente occidentales.

Sin embargo, basta echarle un vistazo al interminable catálogo de atrocidades que es en buena medida la historia humana para comprobar que no es así. Como en cualquier otra especie de mamíferos sociales, los individuos humanos estamos evolutivamente diseñados para cooperar con los demás miembros del grupo al mismo tiempo que competimos con ellos por el estatus. Algo parecido sucede entre las sociedades humanas; pueden desde colaborar mediante el comercio hasta competir violentamente haciéndose la guerra. Por ello, la desconfianza e incluso la agresividad ante los extraños ha sido una característica general de los seres humanos desde que existen. La xenofobia, la tendencia a rechazar al que procede de fuera del grupo social, ha sido y en cierta medida todavía es algo espontáneo en todos nosotros, no solo ni especialmente entre los occidentales. A ese respecto, llama la atención esa pretensión de la ideología woke según la cual todos los blancos y solo ellos son racistas. Es decir, los blancos son peores que los demás, inferiores moralmente. Un curioso supremacismo recubierto con piel de víctima.

Comprobar que no solo los blancos se han comportado con brutalidad y racismo tan solo requiere un somero vistazo a la historia de las naciones con diferente pigmentación. Tomemos, por ejemplo, la nación zulú. Shaka, su fundador, trataba como súbditos de segunda categoría a todas las etnias diferentes a la suya que fueron integrándose, de grado o por fuerza, en la unidad política por él creada. Por otra parte, los primeros tratantes de esclavos en África fueron árabes, no europeos. En 755, en China, se produjo un levantamiento contra la reinante dinastía Tang; su represión produjo treinta y seis millones de muertos. Y eso que mataban a mano, artesanalmente. Entre el año 500 y el 1500, en África, los agricultores de lenguas bantúes desplazaron violentamente de sus tierras a los cazadores-recolectores bosquimanos, hasta arrinconarlos en las más inhóspitas.

Por otra parte, la institución de la esclavitud es casi tan antigua como los asentamientos humanos y, con cierto sarcasmo, podría decirse que su creación fue una mejora moral con respecto a la anterior costumbre de pasar a cuchillo a todo varón enemigo superviviente tras un ataque victorioso. La esclavitud, ya fuera basada en los prisioneros de guerra, en las deudas o en las diferencias raciales ha sido moneda corriente en casi todas las estructuras político-sociales de la historia de la humanidad hasta tiempos muy recientes. Tanto en oriente como en occidente, en el hemisferio septentrional como en el austral. Pero fue precisamente la tradición cultural del humanismo occidental, pese a que como todas tiene luces y sombras, la que declaró moralmente inaceptable esa práctica. Aunque lo mejor fue que no solo la declaró moralmente inaceptable, sino que transformó la economía para permitir que de hecho así fuese. Las economías agrícolas tradicionales tenían en general una rentabilidad muy baja, tan baja que en muchos casos solo eran viables en su competencia con las sociedades vecinas si una parte importante de la población era obligada a trabajar gratis. Esa fue durante milenios la visión del asunto que tenían las despóticas élites gobernantes. Tanto en China como en Egipto, en Roma o en el Imperio Azteca.

Es más, en algunas de esas estructuras político-sociales con pigmentación diferente a la caucásica se mantuvo hasta tiempos no muy lejanos la espantosa costumbre de los sacrificios humanos rituales. No así en Europa.

Pero volvamos al fin de la esclavitud: más que por una declaración de índole moral, su fin llegó de la mano de la Revolución Industrial. Fue el comienzo del uso de la energía del carbón lo que permitió la transición a una economía en la que el trabajo forzado no solo ya no era necesario para los proyectos de las élites, sino que resultaba inconveniente. Gracias al carbón, el número de productores pudo descender al tiempo que la producción aumentaba, y el problema empezó a ser que hacían falta más consumidores. Que esa revolución ocurriera en occidente no debe envanecernos; como tantos otros procesos históricos de gran calado fue al tiempo una obra del genio humano y una concatenación de inimaginables y afortunadas casualidades. Pero tampoco hay razón para avergonzarse de ello. Todos los seres humanos tenemos una comprensible tendencia a identificarnos con nuestros ancestros, ya sean genéticos o culturales. Así que, mientras no olvidemos que en nuestra tradición cultural también hubo muchas sombras de las que no cabe enorgullecerse, tenemos derecho a sentirnos moderadamente satisfechos de las luces que desde ella iluminaron la vacilante trayectoria intelectual y moral de los humanos, que no fueron pocas.

Seis siglos antes de Cristo, el griego Anaximandro se propuso algo por entonces insólito: explicar la naturaleza en base a la observación cuidadosa y el razonamiento, sin recurrir a dioses. Gracias a ello surgió un nuevo modelo del universo en el que la Tierra ya no era plana, sino que ocupaba un lugar central, rodeada por los cielos. Un nuevo modelo del universo que tendría enormes consecuencias, entre ellas la Ciencia moderna y su compromiso antidogmático. Por aquellas mismas fechas, otros muchos griegos se atrevieron a rechazar la tutela de los tiranos y asumieron el gobierno de su sociedad colectivamente. Fue un experimento fugaz, pero más de dos mil años más tarde ese experimento daría en occidente el inesperado fruto de los gobiernos limitados, la separación de poderes, los derechos y libertades individuales y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, al margen de su raza, sexo o religión.

Así pues, no deja de resultar chocante que la corrección política sea un movimiento cultural (llamémoslo así) netamente occidental. Un movimiento que ha nacido en las universidades estadounidenses y se va propagando por las europeas. Cuando los políticamente correctos, desde su tan inmaculada como fullera superioridad moral, acusan a los occidentales de ser los únicos genéticamente racistas, no solo dan claras muestras de ser ellos personalmente unos racistas de lo más rancio, sino también de ser incapaces de asimilar lo más positivo que ha producido una tradición cultural que podrían con pleno derecho reclamar como propia, al margen de cuál sea su pigmentación. Pero ellos prefieren a Gengis Khan, que era más inclusivo en sus matanzas.

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