El acuerdo al que ha llegado el PSOE con los sindicatos para llevar a las Cortes la propuesta de una renta mínima de 426 euros no es una buena iniciativa, aunque, eso sí, gustará a muchos y, por eso, precisamente, se da a la luz. El coste de la medida es de 11.000 millones de euros y coincide con los esfuerzos del Gobierno para cumplir con la reducción del déficit recortando 15.000 millones de gasto público.
El origen de esta insensata idea está en la supuesta destrucción de puestos de trabajo por la irrupción del mundo digital, pero ésta es una vieja falacia, la de que el progreso destruye puestos de trabajo, como sostenían los ludistas. Por cada desaparición de un puesto de trabajo contamos con otros muchos propios del cambio tecnológico que en cada momento tiene lugar, hoy como ayer, lo que es fácilmente comprobable.
Pero lo que hoy debería debatirse es si una persona por el mero hecho de venir al mundo debe cobrar; exceptuados los casos de imposibilidad física de trabajar cada persona debe atender a sus necesidades con el producto de su esfuerzo y no vivir de los demás, aunque resulte más cómodo. Este ha sido el principio que ha movido a la Humanidad hasta ahora y no parece que se hayan dado circunstancias que aconsejen cambiar de paradigma.
Parece también claro que disminuirá la motivación de trabajar cuanto mayor sea la cuantía de este nuevo subsidio, cuando lo que se precisa es lo contrario, ganas de encontrar empleo y favorecer una economía libre y competitiva. Ni que decir tiene que la genial idea supondría un importante efecto llamada sobre la inmigración menos productiva.
En la base de esta y otras muchas propuestas populistas está la decimonónica dependencia del Estado, que sea éste quien nos dé de comer y satisfaga el mayor número de nuestras necesidades. Ahora bien, preguntarme yo qué puedo hacer por la economía general de la comunidad, eso ya parece menos atractivo, aunque sea lo más justo.