Revolución rusa y refugiados en España, Carlos Ramírez Sánchez-Maroto. Doctor en Derecho y Sociedad - El Sol Digital
Revolución rusa y refugiados en España, Carlos Ramírez Sánchez-Maroto. Doctor en Derecho y Sociedad

Revolución rusa y refugiados en España, Carlos Ramírez Sánchez-Maroto. Doctor en Derecho y Sociedad

La primera oleada migratoria (1917- 1930) provocada por la Revolución Bolchevique de 1917 y la posterior Guerra Civil (1918-1923), fraccionó el país en dos campos ideológicamente opuestos. Esta emigración estuvo compuesta por los militares, miembros de la Iglesia Ortodoxa e intelectuales, lo que distingue este tipo de emigración de otras, motivadas por causas económicas.

España también fue tierra de asilo para algunas personas que se exiliaron en los tiempos de la Revolución Francesa del siglo XVIII, y en el siglo XIX, diferentes movimientos insurreccionales, tanto en Francia como en Portugal, provocaron la entrada en España de grupos de exiliados políticos, y numerosos religiosos galos llegaron a España a comienzos de la centuria pasada.

Los refugiados, los rusos en particular, se habían constituido en motivo de preocupación del gobierno español. Una vez concluida la Gran Guerra, las autoridades, incluidas las republicanas, continuaron dicha política, negándose a aceptar la llegada de refugiados rusos a España. Sólo unos pocos de los que pudieron asentarse en territorio español consiguieron la nacionalidad española.

La Primera Guerra Mundial consolidó uno de los fenómenos más característicos de la historia mundial del siglo pasado: el desplazamiento de grandes masas de población de todas las clases sociales y de todas las familias políticas con motivo de conflictos bélicos y enfrentamientos civiles.

El «refugiado», el emigrado político pasaba a convertirse en un elemento habitual de las relaciones internacionales. La masacre armenia en Turquía también provocó un importante desplazamiento de gente, aunque de menor magnitud que el ocasionado poco después por los refugiados del imperio zarista.

El alejamiento de las tierras rusas tuvo varias fases, la primera de ellas se produjo en plena Primera Guerra Mundial; la segunda, tras las revoluciones de 1917.

El gran éxodo se produjo pasado el mes de febrero de ese año y desde el definitivo triunfo bolchevique en 1921 con algunos repuntes a lo largo de los años treinta y cuarenta. Un desplazamiento que en la mayoría de las ocasiones fue definitivo y que con frecuencia acarreaba una situación de provisionalidad, desarraigo y desamparo.

Rusos y armenios compartían otra peculiaridad: ambos colectivos fueron despojados por parte de los respectivos gobiernos de su nacionalidad, convirtiéndose así en apátridas.

Son conocidas las consecuencias socioeconómicas que ocasionó el conflicto en España: desarrollo económico, inflación, carestía de la vida, protesta de las clases populares, intentos revolucionarios y acrecentamiento generalizado de la tensión política.

La existencia de la población extranjera en España no era un fenómeno nuevo. Si nos fijamos en los datos de los censos de población, se aprecia un crecimiento destacado. Los 50.000 extranjeros de 1900 se habían convertido en 124.000 en 1920 (el 0,58 por 100 de la población). Una parte de ellos eran hijos de españoles que habían regresado a la patria de sus padres, pero que mantenían la nacionalidad de ultramar.

Los datos franceses de 1931 muestran que el 6,6 por 100 de la población era de origen extranjero. El fenómeno, en cualquier caso, ya había empezado a generar las primeras reflexiones y medidas en España, y esta consecuencia de la guerra no hizo más que subrayar un proceso de transformación iniciado con anterioridad.

Como en la mayor parte de los países europeos, la legislación española decimonónica no ofrecía demasiados impedimentos a las personas extranjeras que quisieran avecindarse en España.

Aquellos extranjeros que quisieran nacionalizarse podían recurrir a solicitar la carta de naturaleza o demostrar una vecindad continuada de entre dos y diez años (según los momentos) en cualquier pueblo de España. Antes debían inscribirse obligatoriamente en un registro de extranjeros, sito en los gobiernos civiles, lo que no siempre sucedía. Ejército y policía se encargaban del control de los extranjeros, reflejo de una mentalidad en la que el forastero continuaba siendo peligroso.

Un Real Decreto de 12 de marzo de 1917 reguló severamente la entrada y la permanencia de los extranjeros en España. Se trataba de medidas radicales, ya que los trámites para la obtención del pasaporte suponían un proceso largo, complicado para una persona que se hallase fuera de su país y, sobre todo, caro.

Hasta ese momento, ni existía un pasaporte normalizado internacionalmente (lo sería a partir de 1921), ni la mayor parte de los viajeros, salvo los de mayor nivel económico, utilizaban más documentación que las cédulas personales o, en el mejor de los casos, un pasaporte válido para un único país y una única ocasión.

Aquellos extranjeros que entrasen en España alegando ser prófugos, desertores o refugiados políticos serían inscritos, pero permanecerían bajo vigilancia de las autoridades mientras se comprobase su identidad. En caso positivo, se les proporcionaría una cédula de identidad.

Los extranjeros residentes en España que careciesen de recursos y no fuesen socorridos por sus respectivos consulados serían sometidos a prestación personal a cambio de sustento y albergue. No podían, además, abandonar su lugar de residencia sin permiso de la autoridad.

España acogió en torno a 800 súbditos rusos procedentes de las diversas naciones englobadas en el imperio zarista: polacos, finlandeses, letones, judíos y rusos propiamente dichos. Todos ellos eran considerados por la policía española como ciudadanos rusos.

La mayor parte de los refugiados se concentraron en Barcelona. Casi todos llegaron a España en los años de la guerra procedentes de América y de Francia, Italia o Alemania, lugares donde habían sido sorprendidos por la guerra.

Para el gobierno español, los refugiados centroeuropeos suponían básicamente un problema económico (tenía que asegurar su manutención) o, como mucho, de orden público.

Los rusos suponían, además, un grave problema político, dada la posibilidad de que extendiesen la revolución rusa, aprovechando la grave situación social que vivía España como consecuencia del crecimiento desequilibrado que había supuesto la neutralidad en la guerra europea.

Existía, en ese sentido, un antecedente cercano, ya que en diciembre de 1916 el gobierno español había expulsado del país al líder bolchevique León Trotsky. Trosky que había llegado a la península en marzo de aquel mismo año expulsado de Francia tuvo que dirigirse a los Estados Unidos, ya que sus ideas «eran demasiado avanzadas para España».

Los exiliados rusos, presentes en Europa desde mediados del siglo XIX y entre los que abundaban los anarquistas y los izquierdistas radicales, constituían sin duda el paradigma de la cultura revolucionaria.

Los diferentes gobiernos españoles que se extendieron entre 1919 y 1936 coincidieron en una postura de oposición, más o menos radical, a la propuesta de recibir a algunos de los miles de refugiados rusos que se hacinaban en los países orientales. No había posibilidad de acogerlos.

En abril de 1921, el gobierno se negaba a dar su opinión ante el memorándum de la Sociedad de Naciones sobre los refugiados rusos, porque dichas proposiciones debían emitirlas los gobiernos de los países en que se encontrasen rusos «y no España, en donde deben ser muy escasos».

Incluso cuando Francia y Gran Bretaña cambiaron de actitud y decidieron reconocer a la Unión Soviética (1924), España quedó estancada en una postura claramente anticomunista que convertía a todo ruso en un potencial agente subversivo.

Uno de los grandes problemas de los exiliados rusos era precisamente la falta de documentación, ya que al salir de Rusia la mayoría lo hacían sin un pasaporte validado.

El cambio de régimen, tras el golpe de Estado de Primo de Rivera, no supuso mayores modificaciones en estas cuestiones. Una Orden de diciembre de 1925 permitía conceder a los refugiados rusos y demás apátridas residentes en España que tuviesen necesidad de viajar al extranjero un certificado de identidad valedero por tres meses.

Tampoco la España republicana cambió sustancialmente esta postura. Lerroux, primer ministro de Estado, manifestó escasa simpatía para los refugiados. La política de expulsiones adoptada por el gobierno español se rebeló, además, como una medida relativamente ineficaz, ya que su objetivo fundamental, evitar la influencia soviética, no se consiguió.

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