Sobre la (in)corrección política en literatura - El Sol Digital
Sobre la (in)corrección política en literaturaFrançois-Marie Arouet, más conocido como Voltaire

Sobre la (in)corrección política en literatura

Allá por 1906, Stephen G. Tallentyre -seudónimo de la escritora británica Evelyn Beatrice Hall- recreó en una biografía de Voltaire una conversación que jamás sabremos si se produjo, en el transcurso de la cual, el célebre ilustrado decía a un adversario intelectual “podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”

               Poco importa si Voltaire  expresó o no tal idea en esos mismos términos. Lo que está fuera de duda (por su obra y hechos) es que combatió el fanatismo ideológico y fue un abanderado de la libertad de expresión, una libertad que, paradójicamente, tienden a lesionar quienes se autoerigen  en sus defensores por antonomasia (que no por excelencia). En los extremos del espectro ideológico suelen situarse grupos y personalidades con un sentido tan patrimonialista de la libertad de expresión, que en su defensa levantan diques de corrección política.

Uno de los ámbitos donde esos diques son particularmente represivos es la literatura. La coerción del bienpensamiento (por oposición al librepensamiento) sobre la literatura resulta mutiladora: pone cepos a la fantasía y atenta contra una parte esencial de lo que nos define como especie: la capacidad de imaginar. Y pregunto… ¿acaso  todo lo que un escritor o una escritora imagina puede y/o debe ser conforme al consenso de los grupos y agentes de influencia? Parece que al sanedrín bienpensante se le olvida que la literatura es literatura y no pedagogía social. Es cierto que la primera puede contribuir a la segunda, y mucho, pero no es su principal cometido. Llegados aquí, cabe el debate de si hacer pedagogía social a través de la literatura es o no un cometido legítimo. Creo que lo que siempre resulta legítimo es el debate.

El caso es que cuando la neurosis de la corrección política se impone sobre la libertad creadora, ésta comienza a adulterarse. Se dice que algunas editoriales censuran a sus autores por miedo a rebasar el dique de lo políticamente aceptable y que, en correspondencia, existen autores que se autocensuran para agradar a esas mismas editoriales. Como escritora  -pero sobre todo como lectora que habla con otros lectores- sé que la censura ha calado en no pocos de ellos. Los hay que desaprueban la obra de determinados autores -habitualmente novelistas- porque los identifican en exceso con el discurso de sus personajes. Craso error: no es lo mismo (¿y qué si lo fuera?)  lo que dice un personaje que lo que piensa su autor. Escribir ficción es disociarse, desdoblarse, ser otro, otra. “Yo soy otro”, decía el gran poeta Rimbaud. A menudo, los lectores efectúan/efectuamos de la obra de un escritor deducciones biográficas (normalmente erradas) que lo condenan extramuros de la deseabilidad social. A Nabokov, su Lolita le costó más de un disgusto personal y el propio García Márquez fue blanco de críticas (no literarias) por Historia de mis putas tristes.

Pero si mutiladora es la censura sincrónica y contemporánea, la anacrónica y extemporánea resulta peligrosa para nuestro patrimonio cultural. Es sabido que bastantes de los clásicos tuvieron que enfrentar en vida la censura de la corrección política (la Santa Inquisición los enviaba a la hoguera a ellos y a sus libros). Eran otros tiempos, decimos mientras sonreímos prepotentes, encaramados a la muralla de los siglos. No me sea Cándido. Ahora, como entonces, persiste una (orwelliana) policía del pensamiento que se atribuye la potestad de interpretar y hasta de enmendar la imaginación ajena. Ojo, no solo la presente, ¡también la pretérita! Y así, obras magníficas del pasado son consideradas políticamente incorrectas por la mirada miope, incapaz de abarcar con la vista la amplitud de esa misma muralla de los siglos. El resultado de tanta cortedad es que Caperucita o la obra de Mark Twain empiezan a desaparecer de algunos fondos bibliográficos públicos. Una pena, oiga.

Otra tristeza -mayor, si cabe por arrogante y vergonzosa- es la reescritura, subsanación o rectificación, dele el nombre que quiera (yo lo llamo acto vandálico) de obras que dejaron de tener derechos de autor. “El ejército de salvación” cuenta con escritores mercenarios dispuestos a hacer la cruzada. Ya nos han enmendado El Príncipito. Perdónalos, Saint-Exupéry, porque no saben lo que hacen.

Centrándonos en la literatura española, me pregunto cuántas obras no pasarían hoy el filtro de la corrección política. Pienso en algunas emblemáticas que presidieron nuestros días de Bachillerato y que están salpicadas de clasismo, antisemitismo, machismo… El Buscón de Quevedo, La Celestina de Fernando de Rojas o El Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita; el teatro de Lope de Vega; determinados artículos de Larra; numerosos textos de Unamuno; de  Baroja; de Jardiel Poncela  y de tantos y de tantas…¡y tantas firmas de relieve!, algunas muy sospechosas de “delitos contra la corrección política”, y otras,  poco o nada. Hoy podría acusarse a Max Aub de incitación al odio por su crímenes ejemplares (varios, explícitamente machistas). ¿Qué hacemos con estas obras?, ¿dejamos de leerlas?, ¿las rectificamos?, ¿ponemos en marcha una ridícula aunque tal vez lucrativa industria de la enmienda? ¿Sabían que a Daniele da Volterra -pintor  al servicio del papa Pio V, y que se atrevió a poner un “paño de pureza” sobre los genitales del Jesucristo del Juicio Final de la capilla Sixtina- pasó a la Historia del Arte con el vergonzante sobrenombre de Il Braghettone?

“Me declaro culpable y no quiero ser perdonado” dice, con razón, Max Aub desde las páginas de Crímenes ejemplares. Créanme, no hay motivo para una cosa ni la otra: las ficciones no son veridicciones; son ficciones porque no son. Este no ser propio de la ficción no solo funda la literatura sino que es el compendio de todas las posibilidades de la imaginación. Y la imaginación   (“la loca de la casa”, que dijera la escritora Teresa de Ávila y expresión que titula un ensayo de Rosa Montero sobre la literatura) es el territorio ingobernable, inexpugnable e inviolable de nuestra mente y naturaleza humanas. Brindo por las bibliotecas. Y por Voltaire, por supuesto.

 

María Viedma García

               Escritora

 

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