En lo referente a inocular a sus futuras víctimas la inseguridad y los complejos culturales, la corrección política cuenta en España con unas herramientas que le facilitan especialmente la labor: la leyenda negra y, dentro de ella, la Inquisición.
En contra de lo que parece ser una creencia generalizada, la Inquisición no fue una invención española. Se creó en Francia, durante el medievo, para combatir las herejías. Más tarde se extendería a todo el mundo católico. En España, el Tribunal del Santo Oficio se instituyó en 1478 con la finalidad de descubrir a los falsos conversos judíos. Un propósito acorde con los temores europeos de la época, que suponían que la diversidad de creencias religiosas solo podía dar lugar a desavenencias y a guerras. Y, de hecho, eso es lo que iba a suceder en la mayor parte de Europa durante los dos siglos siguientes. Es decir, que el Tribunal de la Santa Inquisición no fue algo especialmente maligno, despótico, excepcional y ajeno a los problemas reales de su época, sino un intento de diseñar una herramienta legal que permitiese combatir algo que la mentalidad de ese tiempo, no sin cierta razón, consideraba como peligroso y socialmente dañino. Otra cosa es que, dos siglos más tarde, los tribunales inquisitoriales perduraran y se acabaran convirtiendo en un enorme obstáculo para la difusión de la Ciencia y la ideología liberal en España.
En todo caso, como hoy en día está bien documentado, el número de ejecuciones debidas a procesos inquisitoriales en España está enormemente por debajo del de las debidas a la intransigencia religiosa de luteranos y calvinistas, a los que en comparación se acostumbra a juzgar con injustificada benevolencia. Y esto fue así debido a que los tribunales inquisitoriales eran razonablemente garantistas para su época, como nos muestra el magnífico ensayo “1492, España contra sus fantasmas”, de Pedro Insua. Por ejemplo, para que la Inquisición incoase un proceso contra alguien era preciso que al menos siete personas distintas acusasen de lo mismo a ese alguien. Una vez que esto sucedía, el acusado tenía derecho a elaborar una lista de los que él consideraba sus enemigos, que podían tener motivos espurios para presentar esa denuncia, y si alguno de los acusadores aparecía en ella, su testimonio no era tenido en cuenta. Además, las denuncias falsas eran perseguidas de oficio, lo que contribuía a disuadir a los posibles denunciantes por rencores personales. En suma, al tiempo que se pretendía descubrir a los falsos conversos, cosa que se consideraba moralmente justificada en la época, se intentaba proteger a los españoles en general de los posibles excesos y abusos.
Pero, por lo que se ve, a los de la corrección política les resulta mucho más gratificante juzgar a un tribunal del siglo XVI con criterios morales del siglo XXI. Y es que eso les permite tener de sí mismos una imagen moral tan gratuita como favorecedora: ellos son los que jamás habrían enviado a nadie a la hoguera, no como aquellos horribles inquisidores españoles, que eran el colmo de la intolerancia. ¿De verdad? Pues ellos apoyan plenamente la Ley Integral de Violencia de Género y los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, veamos qué sale de la comparación.
Resulta que la LIVG permite detener sin pruebas y enviar al calabozo hasta setenta y dos horas a cualquier varón que sea acusado por una sola persona: cualquier mujer con la que mantenga o haya mantenido una relación de pareja. No hace falta que sean siete personas, basta con una. Y esos varones acusados sin pruebas serán juzgados por tribunales especiales, los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, mientras que sus acusadoras sin pruebas pasarán a gozar de considerables prebendas por la mera denuncia: asistencia social integral, asistencia jurídica especializada gratuita, derechos laborales extraordinarios, derechos especiales en materia de seguridad social, derechos especiales de índole laboral y ayudas económicas específicas. Un buen conjunto de incentivos tendentes a fomentar las denuncias, lo que podría dar lugar a denuncias falsas para obtenerlos, especialmente en las parejas en trámites para el divorcio. ¿Está previsto perseguir de oficio las denuncias falsas? Pues no. Es más, según la versión oficial las denuncias falsas son tan solo un 0,0069 % del total. Sin embargo, según el informe elaborado por la Asociación Europea de Ciudadanos Contra la Corrupción, basado íntegramente en datos oficiales, entre 2006 y 2015 se presentaron un total de 1.267.008 denuncias, de las cuales tan solo 150.035, un 11,8% del total, condujeron a una sentencia condenatoria. El resto de las denuncias por violencia de género condujeron a sentencia absolutoria o fueron archivadas o sobreseídas. Descontando también las sentencias absolutorias, queda un 80% de denuncias sobre las que pesa la sospecha de falsedad. ¡Un 80%! Es decir, un millón largo de varones que han pasado por un calvario judicial que incluye detención sin pruebas, ser juzgado por un tribunal especial, ser apartado de los propios hijos y ser estigmatizado socialmente.
¿Cómo se financia todo esto? Pues, en buena parte, mediante fondos europeos; unos fondos que se otorgan, curiosamente, en función del número de denuncias y que en promedio vienen suponiendo unos 3000 euros por denuncia (en torno a 24.000.000.000 de euros anuales). Unas cifras desaforadas para un país como España, que presenta desde hace ya muchos años unos bajísimos porcentajes de violencia en la pareja. Cada sentencia condenatoria sale a 1.700.000 euros, aproximadamente. Y si lo referimos a las víctimas mortales femeninas —una cifra que se mantiene estable con pequeñas fluctuaciones—, unos 400.000.000 de euros por cada una. Es decir, que dedicando esas estratosféricas cantidades de dinero público a prevenir la violencia en la pareja no se consigue que disminuya ni lo más mínimo, pero el gasto se mantiene. ¿Por qué?
Bueno, pues el caso es que hay gente que se beneficia de ello. Por ejemplo, en contra de lo que en principio parecería razonable, aun cuando desde 2008 hay una clara tendencia a la baja en el número de denuncias que terminan en sentencia condenatoria, el número de perceptoras de la Renta Activa de Inserción no cesa de aumentar. De hecho, en 2015 el número de RAIs concedidas fue más del triple que el de sentencias condenatorias. Es decir, que ese beneficio económico se concede en base a la mera denuncia, no a la realidad de los hechos denunciados, lo cual vulnera los principios de legalidad y seguridad jurídica. Además, en torno al intento de conseguir esos incentivos perversos se ha formado toda una red de profesionales (abogados, psicólogos, trabajadores sociales, etc.) que medran gracias a ellos.
Así que esa es la superioridad moral de los políticamente correctos: condenar sin pruebas a la muerte social a más de un millón de varones en el tiempo récord de quince años para mantener en marcha un negocio basado en prejuicios, falsedades y dinero público.