Una historia singular. Roberto Baños. - El Sol Digital
Una historia singular. Roberto Baños.

Una historia singular. Roberto Baños.

Ya lo he/han dicho muchas veces, que los hoteles son auténticos testigos mudos de lo que pasa en un país y en un momento de la historia, ya que entre sus paredes se producen vivencias increíbles que pueden afectar a miles y miles de personas con posterioridad.

Su “especial posicionamiento” de dar hospedaje y cobijo a quien se lo demande, hace que concurran allí, en cualquier momento, un abanico de personas de la más diversa índole y condición.

Las películas Gran Hotel (1932) de Vicki Baum (un Oscar), que protagonizó entre otros la gran Greta Garbo, y la posterior Intriga en el Gran Hotel (1967), de Arthur Hailey, fueron el escaparate donde se presentó al gran público, un poco de los aconteceres diarios que pasan en un hotel. Así, se mezcla el rico, el pobre, el corrupto, el político, el asesino, el infiel, el ladrón, etc., rozándose unos con otros y colocándolos en el instante final, en el ascensor destinado a sufrir un fatídico accidente, el cual actuará como juez implacable de unos y otros.

Todo esto viene a cuento por los hechos que sucedieron en un momento en los que yo estaba allí, pero por mi escasa edad los ignoré hasta que años después mi familia me los refirió. Les sitúo para su comprensión en el “escenario hotelero” donde ocurrieron:

Invierno del año 1943. Hotel Concha en Fuenterrabía (Guipúzcoa) – ahora Hondarribia- lugar donde yo nací. Explotación hotelera familiar en donde mi padre era además el jefe de cocina y mi madre la gobernanta.

En verano, la clientela habitual de familias adineradas, más una pequeña comitiva que acompañaba al Generalísimo Franco, el cual se hospedaba en el Palacio de Ayete en San Sebastián.

Para ese invierno (de escasos clientes), se consigue la contratación de unos grupos “back to back”, por mediación de Falange Española. El pago de dichos grupos en pensión completa, sería abonado a la salida por el representante de Falange de Fuenterrabía.

Hasta aquí, todo normal en la marcha de un hotel convencional. Para mí, lo que hace “narrable” el caso es cuando mi familia muchos años más tarde, me explicó quiénes fueron los clientes del hotel en esa ocasión y su comportamiento:

Las llegadas y salidas fueron en autobús y por la noche.

Llegaban de diferentes lugares de Europa.

No venían menores.

Cada pasajero traía una gran maleta por persona.

Les acompañaban bastantes perros de razas elegantes.

Todos los hombres utilizaban grandes bastones que llevaban a todas partes y de los que no se separaban nunca.

Los hombres se tocaban con grandes y pesados sombreros de copa.

Las señoras eran todas refinadas y de categoría. Su asistencia a la hora de comer o cenar en el restaurante era con elegantes vestidos y bien acicaladas, pero no enjoyadas.

No daban propinas.

Pasaban quince días sin moverse del hotel. Algunos jugaban al ajedrez o a las cartas, o escribían cartas en las mesas del hall o del cocktail bar.

Apenas hablaban ni entre ellos ni tampoco con el personal del hotel.

Tomaban el menú diario que se componía en el almuerzo de tres platos más postre, comenzando con una sopa o consomé, un segundo plato de pescado y un tercer plato de carne.

Para la cena, crema o ensalada. Huevos de segundo y pescado de tercer plato.

Los sábados tomaban entremeses fríos para cenar.

Todos eran silenciosos, distantes, fríos y sólo hablaban para pedir el periódico que el hotel ponía como cortesía en la entrada.

Paseaban siempre por el hotel acompañados por sus sombreros y grandes bastones con empuñaduras de plata o de figuras talladas en madera.

Hablaban diferentes idiomas.

La comida de los perros se subía a la habitación diariamente.

Los rasgos de los hombres eran muy similares: barba, gafas de pasta negra con cristales redondos, trajes oscuros y abrigos y capas negras.

Cierto día, un niño de otros clientes, se acercó a acariciar a un perro de raza afgana y al pasar la mano por el pelo, le dijo a sus papás que estaba malito por los bultos que tenía. La intromisión fue tomada de forma muy desagradable por parte de su dueño. El suceso pasó y se comentó.

Lo que terminó de aclarar el incidente sucedió dos días después, cuando una camarera irrumpió en una habitación sin esperar a que el cliente dijera adelante, y encontró al señor de pie delante de la cama “vaciando” su hermoso bastón en ella, donde reposaba un montoncito de cristalitos de destellantes brillos. Se trataba como ya habrán adivinado, de judíos europeos que “juntados” no se sabe desde dónde, entraban a España a través de Francia, con objeto de embarcar con destino a América del Norte por lugares que nadie conocía.

Los perros, llevaban introducidos por el cuello y partes del cuerpo, diamantes como si fueran chips que el pelo podía ocultar, no siendo perceptibles a menos que se les tocara.

Los gruesos e inseparables bastones, eran un buen escondrijo para camuflar la pedrería. Posteriormente, mi familia supo que los pesados sombreros también ocultaban “cristales” que les acompañaban en el largo viaje.

Dejo al lector que haga sus propias conjeturas, y si un suceso como este era ya sabido públicamente.

Por lo leído en la historia de España escrita con posterioridad, se sabe que hubo un ultimátum de Hitler a Franco por el que el paso de judíos a través de España acabaría tajantemente en la primavera de 1943.

Lo cierto es que a mí me sorprendió cuando me lo contaron y pensé que este tipo de vivencias deben ser referidas para general conocimiento, aun cuando sirva solamente para certificar que el pueblo judío, aunque expulsado de España hace muchos años, en esta ocasión fue favorecido por mi país en su éxodo y supervivencia.

Deja un comentario

El email no será público.